Leer no es tan fácil como parece, y solo los que no suelen hacerlo confunden poder con saber leer. Hay un analfabetismo inconsciente que padecen todos los que pudiendo leer no saben hacerlo. La alfabetización es una destreza cognitiva, pero la lectura es un saber cuyo aprendizaje requiere de todas las potencias interiores: imaginación, memoria, emoción, reflexión, juicio, análisis, intuición. Por eso quien no lee o apenas lo hace tiene el alma desentrenada.

La mayor o menor extensión de este analfabetismo secundario es el que da la medida del nivel cultural de una sociedad: hay países completamente alfabetizados y calamitosamente incultos.

Se necesita un largo y, a veces, esforzado, pero apasionante aprendizaje para saber leer verdaderamente. Es cierto que no siempre los mejores textos son los más arduos, pero casi siempre el placer de la mejor literatura no suprime el esfuerzo, y desde luego que el pensamiento lo requiere siempre. Por eso necesitamos maestros que nos enseñen a leer, y esa es casi su principal misión. Tal es la asociación entre enseñanza y lectura, que un mismo término las significó a ambas, el latín «legere»; y todavía hoy decimos lo mismo con «lección». Los que saben leer verdaderamente nos enseñan lo que el texto no le da a cualquiera. Es como si nos abrieran los ojos y pudiéramos ver lo que no se ve a simple vista.

Además, leer es como andar por un alambre, y el primero de los aprendizajes necesarios se parece a saber guardar el equilibrio sin caerse de lo escrito: la distracción y la confusión son señal de haber perdido pie. En cambio, no entender del todo bien es señal de estar sobre el asunto. La costumbre de escribir sin espacios ni puntuación que estuvo vigente hasta el siglo XI, dificultaba la lectura al tiempo que exigía del lector que compusiera el texto y su sentido mientras lo leía. Si la atención decaía, la lectura se desbarataba sin remedio: las palabras y la sintaxis se reconocían al mismo tiempo que el sentido, de manera que leer se hacía imposible sin entender lo leído.

Solo se puede leer si las páginas abiertas anulan nuestra visión periférica. Esa concentración deja cobrar volumen a lo escrito hasta incluirnos en un nuevo espacio abierto a su través. Además, el hábito de la lectura atenta está en la base de un espíritu atento que sabe ponerse por completo sobre un asunto. Sin esa capacidad la vida interior se dispersa y la ligereza o la superficialidad nos acechan. En cambio, quien lee tiene que aprender a poner su centro en el texto, es decir, ni fuera ni en sí mismo sino en un lugar sostenido y abierto por su atención.

Lo insólito del libro es que en él quepa toda la mirada del lector porque lleva consigo un mundo que nos incluye. Leer abre horizontes desconocidos y en cierto modo nos saca de nosotros mismos. «Leer, leer, leer, vivir la vida que otros soñaron», decía Unamuno. Por eso puede servir como consuelo para sobrellevar mejor las inevitables durezas de la vida. Pero también puede convertirse en un mecanismo de fuga de la realidad, extraviándonos en un laberinto hecho del deseo de evitar la salida.

Sin embargo, la lectura que no niega la realidad aunque en cierto modo la suspenda, educa la personalidad con visiones nuevas y, sobre todo, con el hábito de guardar y tomar en consideración. Leer es rumiar, asimilar y adentrase en lo propio a través de lo ajeno, de manera que al lector le crece un adentro que se llama intimidad o juicio propio, es decir, un punto de vista interior que cada uno de nosotros somos ante la vida y el mundo. Ese modo de mirar a la escucha, por así decir, es lo que crece en la medida que se aprende a leer.

Cuando la lectura silenciosa y solitaria se popularizó (XVI-XVII) facilitada por la imprenta y la disponibilidad de libros, leer se convirtió en un acto de escucha interior. Hasta ese momento las lecturas en público distinguían entre el lector y los oyentes. Y aunque durante mucho tiempo los lectores solitarios siguieron haciéndolo en voz alta, lo cierto es que leer es una forma de escuchar por mucho que sea la mirada la que recorre las páginas. Es como prestar oído con los ojos y acostumbrarlos a un cierto silencio de la mirada.

Sin embargo, ese silencio no es pasivo pues se trata de dejar hablar a los personajes, a las ideas o a la palabra misma. Quien lee escucha un texto al que da voz en silencio. Pero cuanto más primordial es el texto más echa en falta volver a la oralidad. Ocurre sobre todo con la poesía que nunca está del todo leída hasta que se declama en la memoria, desde el centro del lector recuperado de la exterioridad del texto. Platón llevaba un punto de razón al repudiar la escritura porque debilitaba la memoria: la lectura sin recuerdo es pasatiempo.

Leer enseña a convertir la soledad en conversación y nos pone al servicio del otro para que se exprese. De ahí que los antiguos prefirieran escuchar antes que leer: les parecía que el lector se dejaba poseer por el autor al que daba voz. Y así es en realidad, pues al texto lo convertimos pasajeramente en nuestra alma.

El lector se parece a Ulises que necesitó bajar a los infiernos para preguntarle al difunto vidente Tiresias el camino de regreso a Ítaca. Pero como los muertos eran espectros sin memoria, para que recobraran los recuerdos había que darles de beber la sangre ofrecida en un sacrificio. El lector también viaja de regreso sin conocer la ruta, y también los libros son como espectros fríos: solo la sangre de quien se aparta de la agitación para leerlos les devuelve la vida. A cambio, se pueden escuchar las historias de otras vidas y de otros mundos que son como acertijos donde adivinar la propia vida y su camino.

Los hombres leemos porque nuestra vida no nos basta para saber vivirla.