Al fin se fueron... Me refiero a los buenos deseos, la felicidad, todo eso, ya saben. Y desaparecían con el rumor de los premios de la Lotería del Niño que a través de la tele se expandía por todo el territorio nacional. Les aseguro que me sentí razonablemente feliz cuando escuché aquella retahíla de pueblos -pequeños, grandes, aldeas- que fueron muchísimos los premiados con una cantidad sustanciosa. Las palabras de aquel señor que tardó muchos minutos en terminar de mencionarlos, parecían pájaros, mariposas, flores, hojas secas... Fue bonito. Y durante un buen rato estuve pensando qué cosa sería la suerte. ¿Tendría alguna identidad visible como corbatas amarillas o estampas de ese santo del perejil? Fuera como fuere, yo siempre la he imaginado como algo con alas, llena de movilidad, colores, alegre y en posesión de toda la libertad del mundo. Algo incapaz de ser sometido a normas, leyes o imposiciones.

Hace muchos años, y cuando digo muchos años es literal, andaba yo por Inglaterra y en una visita a Oxford con unos amigos estudiantes, éstos me comentaban cómo funcionaba el sistema educativo de sus instituciones universitarias, y algo que me llamó la atención fue algunas de las costumbres que regían en estos centros. Resulta que una cantidad sustanciosa de su presupuesto era destinado a financiar proyectos imaginativos a grupos de estudiantes brillantes al término de sus estudios. Y creo que lo hacían por dos razones: porque así se aprende también a investigar, y siendo brillantes y jóvenes tenía sentido; por otra, que tras la casualidad bien pudiera agazaparse un descubrimiento al menos interesante, o divertido o rentable, matiz que todos tienden a tener en cuenta. Recuerden si no la invención de la fregona «allá por el siglo XX», que fue capaz de poner en pie a todas las mujeres, yo diría que del mundo, además de hacer ganar un pastón a su inventor. Porque es un objeto humilde, que de no ser así, le hubiesen concedido el honor de ser Patrimonio de la Humanidad. Pues sepan que a estas becas de Oxford optó un tal Stephen Hawking.

La propuesta que hizo un grupo de estudiantes por aquellos años fue el constatar si la suerte poseía unas leyes por las que se rigiera como lo hacen los astros en el cielo y los hombres en la tierra, o ¿ella actuaba como le pasara por los mismísimos? (Me consta que al instante, los dueños de casinos, garitos y lugares de juego, al enterarse del proyecto, se pusieron en guardia). Y los entusiasmados estudiantes se dedicaron a ello con ahínco tirando de matemáticas y visitando a echadores de cartas, casinos, casas de juego y parece ser que muy sorprendidos con los hallazgos, pero cuando parecía que les iba el razonamiento por buen camino, se les cuarteaba la ecuación y la maldita suerte se les escapaba por las fisuras. De modo que libre andaba, y anda, por los centros idóneos sin dejarse someter. Suele llevar por compañera a la ley de las probabilidades, tan poco fiable la pobre como los pronóstico de lluvia en nuestro pueblo. En resumen, por ahí va ella cebándose en según quién y haciendo cortes de manga a tirios y troyanos.

Yo no afirmo que este anárquico prorrateo de la suerte sea justo, pero, créanme, no me disgusta nada porque digo yo que algo habrá que actúe como tubo de escape por donde mismo se libere la imaginación con los poetas, los innovadores, los razonablemente locos? Esos que se suelen comportar también contra todo pronóstico. Seguro que la puñetera andará con alguna tropa de incontrolables haciendo caso omiso de las recomendaciones del padre Newton, el gran recopilador de leyes.

Lo cierto es que la suerte rara vez es para los que la buscan, como saben, sino para quienes la encuentran. Y, cómo no, siempre lleva como digna insignia a un pájaro quetsal que, ya saben, tiene el sentido común de morir en cautividad.

Perdónenme si he sido poco razonable, pero es que la libertad ocupa el primer lugar en mi orden de prioridades. Y, por favor, no la confundan con el libertinaje.