Los guionistas de Black Mirror (la fantástica ficción inglesa que apunta los peligros de los avances tecnológicos para las democracias occidentales) ya se están frotando las manos para su próxima temporada, porque con las noticias que cada día llegan desde Bruselas ya tienen material de sobra para dedicar uno de sus desasosegantes capítulos a ver cómo se gobierna una nación vía internet y utilizando la inteligencia artificial: uno ya imagina a quien interprete a Puigdemont apareciendo como un holograma tridimensional, en medio de un prado del bajo Ampurdán dirigiéndose a los payeses, al amanecer y rodeados de vacas, explicándoles cómo les va a subir el Iva a sus productos para financiar la república catalana.

El príncipe Harry y Megan Markle (la sensual chica para todo del bufete de Suits) amenazan con dejar a la altura del betún los follones en que la princesa Margarita metía a su hermana mayor, Isabel II, tan estupendamente retratados en The Crown y a la que Claire Foy humaniza de una manera tan estratosférica (esa forma de cruzar los brazos, esos andares, esa dicción), que no te queda otra que dudar de la idea de que -reyes, príncipes, duques, infantes e incluso lacayos de palacio- son solo esfinges de mármol, obligados a no sentir ni padecer.

E imposible también no reconocerte en algunos de los pasajes de la estupenda Catastrophe, que narra las desventuras de un flirteo entre un americano simplón y una irlandesa pelirroja de armas tomar, que acaba en matrimonio por inesperado embarazo: si a una (o uno) no le han contado aún lo que pasa de verdad cuando de repente llega una cigüeña y lanza un crío al balcón de tu casa, nada como esta serie deslenguada, desmitificadora y no apta para romanticones (parece que ya está a punto la tercera temporada, ya tardan). Y si usted ha sufrido la epidemia de gripe que ha asolado la piel de toro en este inicio de año y piensa que el mundo está en contra suya, hoy se estrena en Movistar #0 La Peste, super-producción española de seis capítulos dirigida por Alberto Rodríguez (Goya por La isla Mínima): diez millones de euros para explicar qué pasaba y cómo era Sevilla en el medievo, mientras sufrían una epidemia tras otra (así que no se quejen, que nunca hemos estado mejor). Con directores talentosos (y buenos guionistas a los que se les pague como debe: nuestro talón de Aquiles) y el apoyo de una multinacional como Movistar, estaría bien que se realizaran y consolidaran buenos productos exportables: hoy por hoy, haría más por la «marca España» una buena serie que la presencia en veinte ferias turísticas.

Las series se han convertido en tal industria que casi salimos a una por habitante: mientras en el cine casi no hay espacio para quien no sea un adolescente y no quiera tragarse una de superhéroes o argumentos insulsos y edulcorados, las series se han convertido en un oasis de información, historia y anclaje con la realidad de nuestro tiempo (o de otros) de primera magnitud: uno aprende más sobre cómo actúa la mafia viendo Suburra que echando un vistazo a El Padrino, y comprende mejor los problemas de acoso laboral y de la liberación de la mujer con Mad Men que leyendo sesudos ensayos sociológicos.

Aunque sin lugar a dudas, la mejor actuación de esta semana no se ha visto en Netflix, ni en Amazon, ni en HBO: se ha visto en el Congreso de los Diputados, con Rodrigo Rato en plan estrella. La verdad es que para alguien que fue a colegios de pago, estudió en Berkeley, fue vicepresidente del Gobierno y tuvo mando en plaza en el FMI, los modales usados no se correspondieron, pero qué importa: qué presencia, qué manera de captar la atención, qué frases. «Esto es el mercado, amigos». De Niro, tiembla?