Desde la primera vez, hace ya 20 años, que el proyecto de las obras de acceso al aeropuerto de Alicante-Elche fue agraciado por la lotería ministerial para entrar en el bombo gordo de los Presupuestos Generales del Estado (si recuerdan el reciente sorteo de Navidad, ése es el grande, el de los números, no el pequeño de los premios) han desfilado por nuestros ojos, como niños de san Ildefonso, seis legislaturas, tres presidentes del Gobierno, 22 gobiernos y no menos de una docena de ministros del ramo, no precisamente de flores, de las obras públicas, los fomentos y las infraestructuras. En esas dos décadas, el aeródromo se ha hecho mayor, especialmente con la nueva terminal inaugurada en 2011, y ha visto como desfilaban por sus instalaciones, y eso sí que es un desfile, un número que puede acercarse a los 200 millones de pasajeros. En esos 20 años, ha habido tiempo, ha habido medios y ha habido más de doscientos millones de razones para que esa obra estuviera acabada. E incluso, de propina, ha habido tiempo, dinero y sobrados motivos de sentido común para que el aeropuerto hubiera celebrado la llegada de una conexión ferroviaria que le evitara la vergüenza, él que no tiene la culpa de nada, de ser el único de su tamaño, quinto de España y entre los 50 'grandes' de Europa, que no tiene un tren que echarse a las vías. Sin embargo, no es así. Ni en lo uno ni en lo otro. Se preguntarán, como lo hago yo, por qué. Y concluirán, también como yo lo hago, que es poco menos que imposible encontrar un motivo racional que justifique por qué una obra mediana, tirando a menor, como el desdoblamiento de una carretera de 4,75 kilómetros, con un número de enlaces añadidos que no llegan a la media docena, esté aún por hacer desde hace 20 años. Y todo por treinta millones de euros. Una gota en el profundo mar de los PGE de las dos últimas décadas. Y luego hablan otros de agravios...
