Difícil tarea es explicar el juguete de moda, aunque sea un regalo envenenado o el bote del Euromillones. Lo malo es que lo que físicamente no existe, requiere de grandes dosis de fe, imaginación, intuición, y sobre todo clarividencia.

Empecemos desde el catón. El oro se cotiza en los mercados, baja y sube, o en los chiringuitos donde se compran anillos de boda, pendientes, brazaletes, lingotes, etcétera, y cuyo valor por onza ha oscilado entre los 875 dólares de 2008 y los actuales 1.300 dólares de 2017, con oscilaciones máximas de 1925 dólares y 750 dólares, lo que implica que no hay grandes ganancias ni grandes fiascos, pero lo importante es la primera enseñanza, y es que cuando alguien compra oro de forma sencilla, por ejemplo lingotes, al menos los tiene en su poder y pueden servir como instrumento de cambio en un futuro.

Cuando alguien compra acciones de entidades financieras en los mercados bursátiles, ya no se acredita mediante grandes resmas de papeles, sino anotaciones en cuenta, lo hace según la cotización del día, y de ¿qué depende la cotización? De gran cantidad de factores, si estamos o no en crisis, de las políticas de los bancos centrales (BCE o FED ), de una situación política estable o anárquica, en fin, infinidad de condicionantes, pero el sustrato del valor del título reside en los activos que atesoran los bancos en sus balances.

De los dos ejemplos expuestos se desprende que, en ambos casos, su valor intrínseco, al margen de su cotización en los mercados, viene respaldado por activos tangibles susceptibles de ser enajenados.

Ya podemos entrar en explicar la naturaleza del bitcoin sin riesgo de perdernos. En términos técnicos es un activo financiero, una criptomoneda, lo que ya introduce una cierta complejidad, por lo que precisamos retornar al catón. Quedémonos con que el bitcoin no existe, no pesa como el oro, ni es una anotación en cuenta, es simplemente una idea, una start up que atrae inversores, un marketing de ordenador que se apoya en el anonimato y en las redes, hasta ahora con pingües plusvalías.

Dicen las leyendas urbanas no confirmadas que su creador es Satoshi Nakamoto, quién en 2009 realizó la primera transacción, valor cercano a 0 dólares, pasó a 0,29 dólares en 2011, a 4,38 dólares en 2012, 13,41 dólares en 2013, 817,12 dólares en 2014, 302 dólares en 2015, 855,18 dólares en 2016, y hoy se encuentra en torno a 15.000 dólares. Traduciéndolo al cristiano, quién hubiera invertido 1.000 dólares en 2009, hoy tendría algo más de 150 millones de dólares. ¡Vaya jueguecito lucrativo!

El «Jumanji» lo diseña el presunto japo, un juego en el que el número de bitcoins que pueden adquirirse o transaccionarse tiene un límite, 21 millones de unidades, ni uno más ni uno menos, de las que casi 17 millones ya tienen dueño. La tecnología utilizada es la cadena de bloques (mejor ni explicarlo, «blockchain»), un lugar inaccesible donde se registra quién es el titular, y a quién se le otorga una dirección y una contraseña privada, nadie sabe quién es quién, todo secreto, en términos locales Montoro se queda mirando para una Coria invisible.

Vamos llegando a terreno minado, sólo hay dos tipos de personas que desean los bitcoins, una, las que resultan inoculadas por la fiebre del oro, cogen pico, pala y batea, se arman de fe y escrutan las arenas del lavado en búsqueda de una pepita que ilumine sus ojos e inunde sus bolsillos, que piensan que es una versión delicada de Fórum Filatélico, o Terra, una de las primeras burbujas puntocom de Telefónica, que salió a Bolsa en el año 1999 a 11,81 euros, el primer día subió un 213,30% y siguió subiendo, y subiendo hasta su máxima cotización 157,60 euros, hasta hacer bueno el dicho de los parquets «todo lo que rápido sube, bajará a parecida velocidad». Lo que nadie esperaba, y menos los que entraron en máximos es que se alcanzara en 2005 un mínimo de 2,75 euros. Aquello no fue pánico: la gente huyó antes que las ratas de un barco que se hunde y todavía se escuchan los ecos de los juramentos.

El otro tipo de personas son los que desean una privacidad absoluta de su tenencia, bien por tratarse de ciberdelincuentes o encontrarse los orígenes de sus inversiones en territorio ajeno a las obligaciones tributarias. En mayo de este año se produjo a nivel internacional un ataque de ramsonware a través de hackers especializados (señalados como coreanos del norte ) con un objetivo bien preciso, secuestrar ordenadores de empresas mediante un bloqueo de su acceso, y pedir rescate a través de una criptomoneda, ¡se imaginan cuál? Tienen razón, el bitcoin. Bastaba transferir a una dirección señalada por los secuestradores, su dirección de bitcoin y su clave de acceso. A partir de ahí, fácil para los delincuentes, transfieren lo que haya a otra dirección bitcoin, sólo por ellos conocida, y se acabó la historia, los perdedores sin bitcoins aunque con los ordenadores disponibles, y los listos con el botín a buen recaudo.

La incorporación reciente del bitcoin a los mercados de futuros de Chicago representa un espaldarazo inesperado, un escenario con publicidad a gran relieve, aunque expertos vaticinan que el futuro es más bien sombrío, pues hay mucho interés de reguladores y bancos centrales de tener una solución muy consistente para poner coto a las criptodivisas, cosa nada fácil, lo que puede amenazar la cotización a corto. No pinta bien, y los tenedores de oro frotándose las manos. Quedan aún 4 millones de bitcoins pendientes de dueño. El pánico es libre.