Mira que han pasado cosas en Cataluña en los últimos tres meses. Pero al final va a resultar que lo más rompedor que ha sucedido en todo este tiempo fueron las dos manifestaciones convocadas por Societat Civil Catalana, mirando de igual a igual al «know-how» de ANC y Ómnium. Yo creo que desde entonces el independentismo está en estado de «shock», teniendo que lidiar con una circunstancia que no entraba ni en el peor de sus escenarios.

Algo de eso se vio el pasado domingo en el cara a cara que montó Jordi Évole con Inés Arrimadas y Marta Rovira, en el programa Salvados de La Sexta: una parecía salida de un convento de ursulinas, y otra una gata vivaz con ganas de convertirse en pantera. Lo cierto es que a fecha de hoy, es una posibilidad real que Ciudadanos sea el partido más votado dentro de diez días, y eso, llámese como se quiera, tiene algo de revolucionario en una Cataluña donde todos pensábamos que la idea colectiva instalada en esa sociedad era otra. Ciudadanos puede llegar a gobernar en Cataluña porque no gobierna en ningún sitio (y por tanto puede decir cosas que el resto de partidos no puede decir), porque ha conectado con el desasosiego y malestar que el «procés» ha generado, y porque tiene una candidata que lo tiene todo para triunfar y que es capaz de atraer votos de todas partes.

Al final, resulta que la frase no estaba completa: es cierto que Rajoy ha sido una máquina de crear independentistas, pero también que Forcadell y Junqueras han sido tremendamente productivos en el despertar de la españolidad catalana: ver la Vía Laietana y el Paseo de Grácia llenos de banderas rojigualdas no era tarea fácil, y a fe que lo han conseguido. Al césar, lo que es del césar.

Y es que el tabú de la bandera española ha sido arrumbado con estrépito, en muchos sentidos. Tras las Olimpíadas de Barcelona 92 -donde la cuatribarrada, la rojigualda y hasta la familia real al completo convivieron con total normalidad en las calles y en los estadios- el poder «pujolista» le vio las orejas al lobo y empezó a apretar el acelerador de la «recatalanización» de la sociedad, con prisa y sin pausa. Le favoreció además el hecho de que tanto el PSOE primero y el PP después les necesitara para la gobernabilidad en España (obligándoles a mirar hacia otro lado con los incumplimientos que hacían en las leyes de educación, por ejemplo). Desde entonces, la región más moderna y avanzada de España y que estuvo siempre más cerca de Europa, se fue empobreciendo, cultural y socialmente. Dicho de otra manera, se volvieron más pueblerinos. Y esto no lo dicen españoles casposos, antiguos o reaccionarios: esto lo dice gente tan diversa como los escritores sudamericanos Santiago Roncagliolo o Vargas Llosa; o los españoles Javier Cercas, Félix Ovejero, Juan Marsé o Eduardo Mendoza; o el gran bufón teatral Albert Boadella, obligado a exiliarse a Madrid. O un cómico inteligente como Quequé. La insaciabilidad del nacionalismo y la desgana del estado nos conformaron una idea uniforme de Cataluña que los hechos están demostrando falsa, y cuya prueba del nueve fueron dichas manifestaciones, agrupando a gente tan dispar como Borrell, Josep Piqué o Paco Frutos.

Los símbolos son material sensible: bien utilizados ahorman, unen y conciencian. Por contra, su mal uso produce miedo, temor y desasosiego. Vemos los capirotes del Ku-Klus-klan y nos asustan. Observamos el respeto que tiene la tricolor francesa y nos da envidia. Nos enseñan una esvástica y nos aterra. Oímos a los aficionados del Liverpool cantar el Never walk alone, y nos emociona. Quien mejor entendió todo esto fue Mandela, cuando decidió (contra la opinión de su partido y sus votantes) apoyar a la selección de rugby de Sudáfrica y vestir con la camiseta verde y amarilla de los Springboks, la enseña del apartheid más obsceno. El resultado ya sabemos cuál fue: Sudáfrica incorporó a jugadores negros, ganó el Mundial celebrado en su país, y la camiseta del equipo nacional ya no fue un símbolo racista, sino de todos. De un plumazo y lleno de audacia, riesgo e inconformismo, Mandela sacó petróleo y creó país. La parte buena de la moraleja es que si en Sudáfrica se pudo, por qué no se va a poder en Cataluña. La mala es que para ello se necesita un (o una) Mandela. Y no vemos aún a nadie pintándose la cara de negro?