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Joaquín Rábago

Pasiones frente a racionalidad democrática

Cuando los sentimientos se imponen a la reflexión, cuando hierven las pasiones, la sinrazón populista puede acabar imponiéndose a la razón democrática.

Recordaba el otro día Javier Cercas una crónica escrita en 1934 por el periodista Agustí Calvet sobre la proclamación por Lluis Companys del Estado catalán en abierto desafío al Gobierno de Madrid.

Calvet se echaba las manos a la cabeza porque en el instante en que Cataluña, tras años de sumisión, había logrado gracias a la República su autonomía, hubiese declarado "la guerra" al mismo Gobierno que la hizo posible.

Y es, con todas las diferencias que se quiera, lo que ha sucedido con la nueva proclamación de la República catalana, que quienes la declararon no parecen ponerse de acuerdo en si fue real o sólo un acto simbólico.

Como escribió en frase famosa Karl Marx en "El 18 Brumario de Luis Bonaparte", los sucesos históricos se dan siempre dos veces: la primera, como tragedia, y la segunda, como farsa.

¿No es lo ocurrido en Cataluña con la huida al "plat pays" de Jacques Brel del presidente de una República que sólo existe ya en la febril imaginación de algunos independentistas?

A estas alturas no puede haber duda de que lo del Parlamento de Cataluña fue un golpe antidemocrático, y ello con independencia de lo que diga la Constitución sobre la indivisibilidad del país que llamamos España.

Resulta inadmisible que los representantes elegidos por una pequeña mayoría del electorado, crecida en número de escaños gracias a un sistema electoral tan injusto como el del conjunto del país, decidan por su cuenta y riesgo romper con el Estado.

Y cuando no se da ninguno de los supuestos reconocidos internacionalmente para la independencia de un territorio, resulta un disparate que se pretendiera además hacerlo con una mayoría tan poco cualificada, arrollando a la mitad de sus ciudadanos.

Lo único que han conseguido los independentistas - y el PP de Mariano Rajoy se está sin duda frutando las manos- es dividir a la izquierda aún más de lo que ya estaba y hacer que nos olvidemos demasiado de la corrupción y de la involución democrática a que asistimos.

La ruptura del pacto entre Barcelona en Comú y el PSC en el Ayuntamiento de la capital catalana, tras una votación dominada seguramente más por los sentimientos que por las razones e intereses de gobierno, sólo puede agravar la situación.

La estrategia del presidente del Gobierno de no hacer nada y dejar que los líderes independentistas terminen cocidos en su propia salsa, le está dando sin duda frutos en el resto del país, donde no ha dejado de crecer por desgracia la catalonofobia.

Pero por más que los gobiernos de la UE y de la inmensa mayoría de los países apoyen al Gobierno del Estado frente a la sinrazón independentista, el daño a la imagen de España en el exterior ya está hecho.

Y esto, al margen de otras consideraciones, como los cuantiosos daños económicos por culpa de no haber sabido prevenir a tiempo el conflicto, es algo que debería pasarles factura a los responsables. Y los hay en ambos lados.

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