El WhatsApp tiene estas sorpresas. Alguna vez canta y su melodía encierra los secretos de los recuerdos y la memoria se remueve y al abrir semejante avance comunicativo mil fichas de tu biografía, o evocaciones, saltan y penetran por los ojos y caminan, con la velocidad de la transmisión nerviosa, y se depositan, ¡bendita maravilla!, justo en la neurona que todo analiza para luego, si el aviso es un quebranto, alargarlo al receptor del dolor y hace llorar al corazón. Solamente el corazón, sin que de tus ojos asome una lágrima, ni siquiera tu rostro se inmute; porque en el momento del «tin-ton» del móvil, te encuentras comprando manzanas Golden. ¿Qué le debo? Un euro. Gracias. Y ya en la calle, con el aire fresco rozándote le frente, notas que ese corazón está tocado. Lacerado. Y tus ojos húmedos. «Paco, mi madre ha muerto. La musa de Vicente. Un abrazo». Así de sencillo.

Ha muerto Manolita Moya García, viuda de Vicente Ramos Pérez, la única musa que he conocido en mi vida. De pequeño, en el colegio me hablaban de escritores, de poetas, de pintores de sus inspiraciones. Y yo las imaginaba etéreas, como hadas madrinas con su pluma de oro tocando las cabezas privilegiadas de aquellos.

Pero no, todo era fantasía. Manolita Moya García era la verdadera musa y era visible. No llevaba pluma de oro, pero sí un corazón con una gran carga de amor y una capacidad que desbordaba.

Manolita Moya fue la musa del profesor Vicente Ramos Pérez, historiador, académico, investigador y filósofo. ¡Ah!, y buena persona. Y Manolita quien, desde el anonimato de esposa, lo animaba en sus proyectos y le daba la vida que, como buen español, se le iba un poco de vez en cuando. Esta España duele, a veces.

Manolita tuvo la suerte de cara cuando falleció su marido. La enfermedad le había jugado una buena pasada. Ya se imaginan. No se acordaba de nada más que de él, de su Vicente, y de sus hijos. Lo que sucediera a su alrededor, no existía. «¡Hola Manolita!, ¿cómo estás?». «Muy bien. Entra en el despacho de Vicente, que te está esperando». Y Vicente ya no se encontraba.

Vicente Ramos Pérez, nuestro ilustre alicantino, tuvo la gran suerte de encontrarse con su musa en el año 1941, en el Casino de Alicante. No me extraña que se enamorara locamente de ella, y que ese amor haya perdurado más allá del tiempo.

Manolita, desde el corazón, buscará en el cielo a su Vicente. Y él estará muy cerca de Manuel Molina, o de Azuar o del poeta Mojica. Manolo Molina, seguro, se hallará platicando con Miguel Hernández o con Carlos Fenoll, así que no tendrá pérdida.