La clave de la unión de los pueblos sigue estando en las señas de identidad, respeto por su cultura y valores propios, así como por la forma de compartir lealmente el contexto social que los acoge. La territorialidad es parte irrenunciable de la unión y cuando algo falla es fuente de conflictos, como ha demostrado la historia. En contra de la identidad juega un papel primordial la despersonalización, ya sea de sus miembros o de la propia comunidad a la que se pertenece. Estos pueden ser los antecedentes y consecuentes que marcan una unión o separación legítima entre ciudadanos y todo ello se apoya en la regulación que asume la política activa de los representantes electos.

En el caso de la Cataluña contemporánea, las señas de identidad se han ido configurando en las últimas generaciones al margen de las señas de identidad del resto de los españoles, creándose una construcción de filiación singular del pueblo catalán alejada de las propias del pueblo español. El mantenimiento del sistema tiene como único punto de cohesión las leyes fundamentales ratificadas por todos los españoles en su Constitución de 1978. Pero este hilo conductor es lo suficientemente enclenque como para descoyuntar la trabazón de los ciudadanos y mucho más cuando los estatutos de autonomía que han de regir a cada territorio se ponen en entredicho y se descomponen a base de modificaciones no consensuadas, como es el caso de Cataluña.

Desde un punto de vista objetivo y racional, el derecho a decidir es uno de los valores que no se puede negar a nadie en ninguno de los ámbitos de la vida y mucho menos por imperativos legales. Cuando hay que tomar decisiones decisivas que implican un cambio sustancial para un alto número de ciudadanos lo obvio y razonable es que se pronuncien, evitando así totalitarismos innecesarios aunque estén amparados en una ley. No se puede, ni se debe forzar a nadie a pertenecer a un grupo que no le corresponde o en el que no se siente identificado.

Una vez más ha fallado la política y sus integrantes. Los representantes del Gobierno central y autonómico no han sido capaces de hacer su trabajo y, con toda seguridad, han abogado por seguir caminos partidistas que benefician a sus respectivos intereses olvidando los que realmente tenían que defender. Ahora, después de los múltiples fiascos en cadena, y ocurra lo que ocurra, tendrían que ser leales a sí mismos y a sus representados alejándose de la política. El conflicto de ideas en un Estado democrático se dirime en las urnas, nunca con el empleo de la fuerza por muy legítima que esta pueda ser.