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Joaquín Rábago

360 Grados

Joaquín Rábago

Banderas

Quienes hace tiempo que dejamos atrás «il mezzo del cammin di nostra vita», que decía el Dante, no tenemos una relación, digamos que «natural», con la bandera.

No la tenemos como pueden tenerla, por ejemplo, suizos, estadounidenses o franceses con las suyas. Sólo en Alemania por razones igualmente comprensibles parece ocurrir algo hasta cierto punto similar.

Durante la dictadura se abusó aquí de la bandera para acallar cualquier disidencia e imponer una unidad que no existía, y aquello ha dejado en muchos cicatrices, reconozcámoslo, difíciles de curar.

El abuso descarado de la rojigualda, por más que se eliminase eso que se llamaba despectivamente «el aguilucho» continuó durante la democracia.

Sobre todo en aquellas manifestaciones en las que se tildaba de «enano» y se conminaba a hablar en «castellano» a un Jordi Pujol al que hoy sabemos tan corrupto como nacionalista porque ambas condiciones no son necesariamente excluyentes.

Por diversas razones, la bandera de la nación es incapaz de generar todavía en muchos el entusiasmo que producen en otros, jóvenes o mayores, el ondear de las de su comunidad. Contra los sentimientos es ciertamente muy difícil luchar. Lo estamos comprobando en Cataluña.

Como en muchas otras ciudades, en la localidad gaditana donde escribo estas líneas se lanzaron este sábado a la calle muchas personas portando rojigualdas en defensa de la unidad del país y en contra del referéndum ilegal catalán.

Hay que alegrarse de que, de momento, tanto en esa Cataluña que muchos quieren allí fuera de España como en otros lugares, todo se limite a un agitar de banderas y de que quienes las portan no utilicen sus palos para golpear al otro.

Será una señal inequívoca de que hemos aprendido de la historia: hay símbolos que los carga el diablo.

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