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Bartolomé Pérez Gálvez

De razones y emociones

Si una cualidad nos diferencia del resto del mundo animal es, sin lugar a dudas, nuestra capacidad de razonar. Un matiz que nos otorga cierta superioridad ?cuando menos en teoría?, gracias a que disponemos de dos sistemas cerebrales claramente diferenciados. En el cerebro más primitivo, radican los instintos; en el más reciente y evolucionado, el raciocinio. No son antagónicos sino complementarios y, de su necesaria interrelación, acabarán surgiendo las conductas que finalmente manifestamos en el día a día. Cierto es que, en más ocasiones de las que serían deseables, no acertamos a sacar ventaja de este regalo que se nos concede de manera innata. Y así nos va.

Decía que disponemos de dos cerebros aunque, en realidad, se trata de un mismo encéfalo con distintos niveles de evolución. Uno de esos cerebros ?el emocional? lo compartimos con los demás animales. Es el reptiliano, el instintivo, ese al que recurrimos en situaciones extremas y utilizamos para decisiones que adoptamos en apenas unos segundos. Han transcurrido nada menos que doscientos millones de años desde que apareció entre los animales. Luego surgió el otro, el racional. Gracias a él reflexionamos, planificamos y decidimos finalmente cada una de nuestras acciones, llegando a valorar sus pros y contras. También tiene su tiempo, pero es patrimonio casi exclusivo de los humanos. Las decisiones que se generan en nuestro puente de mando ?el lóbulo frontal? se fundamentan en conceptos y argumentos sólidos, y se estructuran en base al razonamiento lógico. No se trata de una contra-emoción sino de la razón en si misma, como resultado último de reflexionar sobre lo instintivo. Platón comparaba la razón con el auriga que, dirigiendo su carro, evita que los caballos alados ?las emociones? acaben por desbocarse.

Inmersos en la era de la comunicación global, del auge tecnológico y de la inteligencia artificial, parece imponerse la creencia de que la razón debe prevalecer por encima de la emoción. Incluso hay quien defiende que puede razonarse sin que las emociones influyan lo más mínimo. Pero ¡ay! no somos máquinas que permitan ser programadas. A golpe de algoritmos y protocolos, es fácil caer en el error de que los impulsos naturales son fáciles de frenar con un simple «no». Sin embargo, el razonamiento frío no existe o, en el mejor de los casos, es anecdótico. Aplicar la lógica en todo momento no es propio de quienes, precisamente por ser humanos, nos caracterizamos por la imperfección.

En las últimas décadas, el conocimiento de la relación entre la emoción y la razón se asocia al nombre de Antonio Damasio. El neurólogo luso-americano logró una extensa difusión de sus teorías, especialmente desde la publicación de algunas de sus obras más conocidas, como «El error de Descartes» o «En busca de Spinoza». Las emociones son respuestas del cuerpo que se manifiestan en el cerebro ?el «teatro de las emociones», en términos de Damasio? ante diversos estímulos y que acaban generando sentimientos. La razón siempre está condicionada, en mayor o menor medida, por unas emociones que aceleran el proceso de reflexión, sin permitir un análisis más detallado de toda la información de la que disponemos. Simple cuestión de velocidad: las emociones son más rápidas y necesitamos más tiempo para gestionarlas adecuadamente.

La política no es ajena a esta dualidad y es habitual que se utilicen las emociones para conseguir adeptos a la causa. Recurrir a lo visceral genera más réditos que el discurso racional, por más que éste se apoye en datos y explicaciones coherentes. El mensaje político pretende influir en la toma de decisiones de la gente, indicándoles qué debe causarles miedo, esperanza o rechazo y qué hacer con esos sentimientos. Los impactos emocionales se quedan grabados en nuestra memoria, potenciando su expresión por ese instinto de pertenencia al grupo, que es tan básico en los mamíferos.

Manejar a las masas apelando a la racionalidad es extremadamente difícil ?y absolutamente ineficaz?, mientras que las convicciones derivadas de la emoción se perciben como ciertas. Primero se cree, porque se siente, y luego se encuentran argumentos que permitan racionalizar creencias y conductas. El «pienso, luego existo» cartesiano se modifica por la secuencia «existo, me emociono, siento y, en ocasiones, incluso pienso», bastante más próxima a la realidad humana. En la construcción del discurso populista, tan habitual hoy en día, se repiten elementos comunes que aprovechan la compleja relación entre la emoción y la razón: un mensaje muy sencillo, directo, apasionado y que apela a un valor elevado en el imaginario colectivo.

Lo más grave no es el recurso al cerebro emocional en sí mismo, sino que el estímulo que genera las emociones se sustente en la existencia ficticia de un enemigo. Los discípulos de Goebbels saben bien que el odio cohesiona y promueve una reacción conjunta. Basta, por tanto, con dar cumplimiento al primer principio del pensamiento goebbeliano: simplificar el mensaje en una idea concreta ?en el ejemplo catalán: «nos roban» o «quieren romper la unidad de España», dependiendo del bando? y dirigir el odio hacia un enemigo único (catalanes o resto de españoles, según proceda). Sin malos contra los que luchar, no existen los buenos. De ahí la necesidad de definir un enemigo. Lo más terrible del asunto es que ese sentimiento permite auto justificar cualquier barrabasada, incluyendo la violencia.

Me temo que, el conflicto que se vive en Cataluña, también es fruto de un desequilibrio entre el cerebro emocional y el racional. No se confundan, que ni las emociones tienen patente de corso por el mero hecho de proceder de las entrañas, ni la razón es siempre acertada. Tampoco identifico a unos como emocionales y, a los otros, como racionales. Me limito a destacar que la trascendencia del problema va mucho más allá de una simple divergencia ideológica. Que una sociedad se rompa en dos, porque se ha decidido formar el bando de los buenos contra los malos, es un proceso doloroso y traumático. Llegados a este punto no hay salida racional. Es imposible rebatir un sentimiento de esta magnitud.

Aunque es posible que ni el propio Damasio pudiera aportar una solución a este nuevo error del racionalismo cartesiano, quédense con su consejo: «la mejor manera de contrarrestar una emoción negativa no es oponerse racionalmente a ésta, sino generar una emoción positiva muy potente, que la neutralice». Justo lo contrario de lo que ocurre en este país. Los unos y los otros, sin excepción.

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