Abrí el balcón y estaban podando las palmeras de la Plaza Capdepont. Lo raro es que el día antes pensé en el concejal de Parques y Jardines y (muchas cosas más), Domingo Soler (APTCe), y en que era hora que de una vez por todas dejara este recoleto rincón en condiciones. He afirmado en más de una ocasión que durante la mayor parte de su historia Torrevieja era la viuda de los árboles.

En los años 50 del pasado siglo, al alcalde Arturo Gómez se le ocurrió plantar eucaliptos en las calles torrevejenses. En aquellos tiempos, solo existían muy pocas variedades de árboles en lo que hoy es la Avenida de la Libertad. Por aquella iniciativa el pueblo rebautizó a aquel regidor como Robin de los Bosques. La idea tuvo poco recorrido. Las gentes de la entonces calle Sevilla y hoy Fotógrafos Darblade cuidaron lo plantado. Llegó el Día del Ausente, era el 7 de diciembre de 1960, y se engalanó aquel vial cubriendo la tierra con un manto de sal. Y llovió tanto, desde la aurora al ocaso, que el agua mezclada con la sal fulminó los árboles.

Torrevieja permaneció durante muchos años sin vegetación ornamental y cuando mucho después llegó el agua corriente comenzaron los primeros brotes verdes, junto al desarrollo urbanístico de la periferia del casco urbano, de la mano y la sabiduría, en el caso del Ayuntamiento, de Peñalver Irles. Como he dicho, hubo una época en la que la ciudad se antojaba más a la viuda de los jardineros que a la de los árboles. Y así seguimos. El servicio de jardinería municipal da la impresión de no llegar a donde va. Resumiendo: faltan jardineros como otras tantas cosas en este pueblo. Por ejemplo, palmera arriba, palmera abajo, existen pese al picudo en torno a cuatro mil ejemplares a cargo del Ayuntamiento, y eso que ahora los palmereros cambiaron su forma de trabajar y en lugar de encaramarse machete en mano a las copas las podan valiéndose de un elevador mecánico y una motosierra criminal.

Estas cosas rumiaba yo en un balcón desde el cual me topo, justo en la fachada de enfrente, con el mosaico de una Purísima, con su manto azul y sus querubines, cuando oí entonar por una de las travesías de la calle el: «¡A por ellos, oé, oé, oé!». Sin duda alguna refiriéndose a los catalanes (a todos en este caso). El entusiástico cantar fue subiendo de tono hasta que apareció quien lo protagonizaba. Iba aquel hombre con una ristra de butifarras colgadas del cuello y una bolsa llena de «monchetas» y apargates. No me encajó lo que aquel hombre canturreaba con lo que llevaba colgando. Pensé que igual no sabía ni lo que decía ni el alcance de la diferencia entre ellos y nosotros, cuando en este país y en este pueblo llevamos mucho tiempo intentando potenciar el esfuerzo y las aspiraciones de todas sus gentes. Es decir, de todos, no de ellos y nosotros. Aquí tenemos a todo un diputado nacional Joaquín Albaladejo que un día sí y otro también está el hombre empeñado en demostrar que pretenden catalanizarnos. Acostumbrado como estoy debido a las circunstancias me he hecho un seguidor empedernido y obligado de la «tele» doméstica. No quiero ni pensar de qué se va a alimentar ese tipo de programación si meten, como parece que pretenden, a media Cataluña en la cárcel.

Esta ciudad, antes de que lo dijera Albaladejo ha vivido al rebufo de los catalanes. Fueron los que en los años cincuenta mecanizaron las salinas de Torrevieja; el comercio local viajaba a Barcelona para estar al día y no perder comba, los marineros en su ir y venir a la Ciudad Condal, la Barceloneta y la inmigración tanto a Barcelona como a su cinturón industrial. Y la Hermandad de Torrevejenses Ausentes fue punto de referencia de los paisanos que llegaban de Torrevieja a tierras catalanas buscando nuevos horizontes (donde comer).