Hoy es 1 de octubre. Ha llegado el día señalado para la celebración o no del plebiscito catalán. España entera contiene el aliento, expectante y preocupada, ante lo que está por venir.

El Tribunal Constitucional anuló los acuerdos de la Mesa del Parlament que permitieron la tramitación y aprobación de la Ley del referéndum de autodeterminación, así como la firma del Decreto de convocatoria por todos los miembros del gobierno catalán. La anulación de tales acuerdos deja sin efecto y carente de eficacia jurídica cualquier acto posterior derivado de ellos. A pesar de todo, el gobierno catalán ha continuado su desquiciada carrera hacia el referéndum. Ciertamente, ha sabido articular un discurso demagógico en defensa del «derecho a votar» y del «derecho a decidir». Ambos, se esgrimen machaconamente en el argumentario secesionista y son considerados la más pura expresión de la democracia. Pero se olvida que el acto de votar es una condición necesaria pero no suficiente para que pueda hablarse de democracia. ¡Cuántas veces se han convocado plebiscitos en regímenes dictatoriales!

Se olvida que la votación no legitima «per se» su objeto, que podría ser inicuo o ilícito, y se olvida, en fin, que el derecho a decidir, entendido como derecho a decidir la independencia de Cataluña, no está contemplado en el ordenamiento jurídico nacional ni internacional.

Los independentistas dicen hallar amparo en la legislación internacional. No es cierto.

La Comisión Europea para la democracia a través del derecho, más conocida como la «Comisión de Venecia», aprobó el Código de buenas prácticas sobre referendos. En él se establece la elemental obligación de cumplir con la legalidad, especialmente en lo que atañe al procedimiento, no pudiendo celebrarse si la Constitución o una ley conforme a esta no lo estipula. Así, se pone como ejemplo que la cuestión sometida a referéndum sea de competencia exclusiva del Parlamento. Es exactamente lo que ocurre en este caso.

Por otra parte, el mentado Código afirma que los textos sometidos a referéndum deben ser acordes a toda ley superior, en virtud del principio de jerarquía de las normas, y que no deben ser contrarios a las leyes internacionales o a los principios normativos del Consejo de Europa (democracia, derechos humanos y estado de derecho).

Habida cuenta de la vulneración de toda legalidad por el Parlament y el Govern, Europa nos mira con asombro, se despiertan dudas sobre la seguridad jurídica en Cataluña y, en suma, se empieza a poner en cuestión la fiabilidad de España como destino idóneo de bienes e inversiones. Y todo esto cuando se atisbaba la salida de la crisis y las cifras de la recuperación eran esperanzadoras.

Venimos asistiendo desde hace demasiado tiempo a una torpe tergiversación de la realidad, una prodigiosa farsa, una mera consecuencia de la recreación fantástica, por no decir fanática, del país de las maravillas del imaginario nacionalista.

A la postre, como si de un espejismo se tratara, se han vuelto las tornas. Quienes han contravenido las leyes se presentan como los máximos garantes de la democracia y quienes pretenden la defensa del orden constitucional son considerados represores fascistoides que impiden la libre expresión de la voluntad popular.

El referendario gobierno catalán decía tener «un plan de contingencia» para asegurar la escenificación de un referéndum contingente en una democracia falseada. Todo para hacer realidad el cuento del país fabuloso y feliz. Y como en todo relato fantástico, los niños y jóvenes son sus destinatarios y a veces, como aquí, son también actores de fábula. Hasta las urnas parecen de juguete. Un juego de niños.

Además, el episodio de los piolines y silvestres confirma lo fantástico del escenario y la animación que vendrá.

Igual que en Alicia en el país de las maravillas se celebraba el día del «no cumpleaños», hoy viene a cuento festejar este día del «no referéndum» para ratificar que «la locura es el estado en que la felicidad deja de ser inalcanzable».