Bajo un cielo amargado y gris se desliza hoy por una Barcelona repleta de policías y rabia el día más triste del mundo. Las causas por las que hemos llegado aquí pertenecen a otra vida, la que teníamos antes del 1-O. Todo ha cambiado hoy. Desde hoy, sabemos que por las televisiones y redes sociales de todo el planeta han rodado imágenes de cargas policiales en pleno siglo XXI, semblanzas de manifestantes ensangrentados, algarabía callejera, clases escolares desalojadas, aullidos que quedarán impregnados como sal amarga durante tanto tiempo por la geografía vital de las calles catalanas y, paradójicamente, un silencio de los que atragantan, el del diálogo enmudecido, el del lenguaje mutilado: así es imposible entenderse. Mañana, 2-0, estaremos en otra época, con la Transición y sus cosas buenas y malas, su clima de entendimiento y sus limitaciones generacionales, oficialmente finalizada, encerrada en los libros de historia. A cambio, tenemos una herida profunda que nos abrasa el alma, un dolor perdurable de los que no se apagan. Por eso, tiene la clase política la obligación de hallar nuevas respuestas, de recuperar la paz y la palabra clamada por Blas de Otero, de rescatar un paisaje donde sentarnos y conversar para entendernos sin vencidos y sin perseguirnos nunca más. A sus señorías les ha llegado la hora de no apelar únicamente a los mecanismos legales ni urdir más venganzas a la búsqueda de culpables, sino de hacer política, la más generosa de las políticas posibles, política con mayúsculas para que descansen las calles y se exploren resquicios de futuro por todas las esquinas y se escuchen, y se comprendan y se incorporen, todas las voces. Todas. Eso es lo que exige esta nueva época. No hay otra. Así no se puede seguir viviendo. Ignorar la herida tan profundamente abierta, dejar que el mundo continúe girando para simular una normalidad postiza a la espera de que las escenas que azontan la Barcelona más triste en décadas se diluyan lentamente en el olvido, constituiría una irresponsabilidad inaceptable.