Un renombrado economista escribía esta semana que este es el quinto intento de independencia de Cataluña desde 1492, nada menos. Un columnista habitual de La Vanguardia afirma que «esta sería la revolución número doce de una historia llena de derrotas», según un recuento que atribuye al eminente historiador J. Vicens Vives. Si José Carlos Díez asociaba los intentos con las crisis económicas, Vicens escribió sobre el reformismo y las revoluciones burguesas y en la postguerra mundial intuía el surgimiento de un «nuevo tipo de burguesía social en Europa», «la burguesía renacerá como factor positivo de la reordenación del mundo».

Las revoluciones burguesas por antonomasia han sido la norteamericana, que fue una secesión del imperio británico; la francesa de 1789 contra la monarquía y la aristocracia. Una y otra terminaron con sendas constituciones y las declaraciones universales de los Derechos del Hombre y del Ciudadano; libertad, igualdad y fraternidad como los factores definitorios de la ciudadanía, por encima del lugar social o geográfico de nacimiento. En España la llamada guerra de la Independencia de 1808 era también una guerra civil, entre las fuerzas reaccionarias y la floreciente burguesía ilustrada que, sin embargo, luchaba contra las fuerzas revolucionarias francesas invasoras, a la vez que redactaba la primera Constitución democrática, la de Cádiz, y a la vez que apoyaban a Fernando VII que iba a marchar «el primero por la senda de la Constitución». Le faltó tiempo al monarca para derogarla, reinstaurar la monarquía absoluta y perseguir, encerrar o exiliar a la burguesía ilustrada organizada en torno a las Sociedades Económicas de Amigos del País ?algunas quedan? y la masonería. El drama se extendió durante más de un siglo y medio con el breve paréntesis de la II República, que se desgarró entre la revolución social y la revolución burguesa, pretendiendo articular los intereses de la burguesía vasca y catalana con los oligárquicos tradicionales, y terminó con la dictadura franquista alarmada por el auge obrerista. Uno de los padres de la Constitución del 78, Jordi Solé Tura, analizó el catalanismo como la ideología que expresaba los afanes de la emergente burguesía catalana que se vio frustrada durante más de un siglo.

Cuando Vicens intuía el surgimiento de un «nuevo tipo de burguesía social en Europa» ( Obra dispersa. 1968. Editorial Vicens Vives) se refería a la que era capaz del pacto social que es el Estado del Bienestar. «Renacerá como factor positivo en la reordenación del mundo». La Constitución de 1978 superó la disyuntiva dramática de la II República, porque consigue articular los intereses de las clases medias tradicionales periféricas, tantas veces fracasadas, y la central emergente con las demandas obreras de la izquierda. En España surge esa «burguesía social europea» que permite un incipiente Estado del Bienestar que se inicia con los Pactos de la Moncloa hasta la Ley de Atención a las personas en situación de Dependencia. La transición ?menospreciada hoy por la chulesca osadía asnal? fue una obra de filigrana que se plasmó en unas instituciones y en un régimen democrático lo bastante flexible para cumplir casi medio siglo dando respuesta a los ciudadanos de este país. Para reconocer la magnitud de la obra hace falta echar un vistazo a los siglos XIX y XX de la historia de España. Los que, desgraciadamente, pocas veces se estudian en institutos y facultades.

Esa burguesía, que el genio de Vicens adivinaba como factor en la reordenación del mundo, ha sido la protagonista de la globalización. La norteamericana y la europea, esta ha llegado más lejos en el modelo social, ha reforzado la legitimación política que dan las urnas con la sociedad del bienestar. Han vertebrado y articulado sus intereses en organizaciones supranacionales tras la II Guerra Mundial. El pacto de los intereses de los grandes grupos supranacionales lo potenció Obama. La actuación multilateral, mantener los foros como el G8 o el G20 o la propia ONU, responde a esa necesidad de articular intereses sin acabar en confrontación. La globalización ha traído el resurgir de movimientos nacionalistas en EE UU, con Trump, y en Europa recuperando fronteras que Schengen había derribado. La crisis económica anima al repliegue nacional y a la reafirmación identitaria. El exponente más grave es la ruptura del acuerdo sobre el cambio climático de Trump, el «Brexit», los distintos nacionalismos ?españolista, catalanista o escocés? y el resurgir de la extrema derecha. Son la respuesta reaccionaria, en sentido literal, a la globalización. La respuesta estará en organismos federales, supranacionales.