No se qué definición de «melodrama», de las que nos proporciona la RAE, utilizar para escribir esta pequeña crónica. Si la que reza «narración o suceso en que abundan las emociones lacrimosas» o aquella otra que dice «obra teatral, cinematográfica o literaria en que se exageran los aspectos sentimentales y patéticos». La primera, pensando en cine, podría adaptarse a lo más preclaro de la filmografía del gran Douglas Sirk ( Obsesión, Solo el cielo lo sabe, Imitación a la vida), la segunda a esa obra maestra que Luchino Visconti estrenó en 1954: Senso. En todo caso la cuestión no era para disertar sobre esta modalidad genérica, sino, como es habitual en esta columna, para establecer una relación entre el cine y la vida, entre las historias que alimentan las pantallas y la de los espectadores que las consumen, y en continua interacción, las hacen suyas y las incorporan a su experiencia vital, a sus recuerdos.

Desde esta perspectiva el «melodrama» no fue nunca un género amable para la infancia que atestaba los cines. Más bien todo lo contrario, un resorte para hacer saltar a los niños de la butaca o un bálsamo para sumirles en un sopor profundo. El asunto solía cambiar durante la adolescencia. Y me refiero, concretamente, a los «melodramas» elegantes de Sirk, que, más allá de las lágrimas, con sus finales felices, su aguda mirada sobre las clases altas de la sociedad americana, hacían las delicias de nuestras madres, identificadas, en silencio, con aquellos tremendos problemones. «Qué modelos tan espléndidos luce Jane Wyman», exclamaban; «qué confort y lujo en los hogares» o «qué malísima es Dorothy Malone»; todo ello para no confesar, abiertamente, que se habían enamorado del jardinero ? Rock Hudson- y que estaban hasta el moño de la vida mediocre que llevaban en casa. Llegada la juventud y ampliado la conciencia crítica, el espectador estaba preparado para entender y disfrutar de los admirables excesos de Visconti en esa obra maestra que es Senso, algo más que un ensayo general para El Gatopardo: el «melodrama» como ensayo histórico.

Ahora, en este otoño tenso, en el que la vida política se ha visto asaltada por una marea incontenible de emociones y sentimientos que enturbian la razón, Senso surge del recuerdo con la sorpresa de un volcán dormido. Ambientada en la Venecia y la Verona de 1866, en plena eclosión del nacionalismo italiano que tendía hacia la unificación ?nada que ver con el asunto de Cataluña- para independizarse del imperialismo austriaco, Visconti elaboraba una intensa historia de amor y traición entre una madura condesa italiana ?magnífica Alida Valli- el rufianesco teniente austriaco ? Farley Granger- que la seducía. Una película que apelaba al Romanticismo de la época, a ese momento en que la idea de lo «sublime· ampliaba el concepto de belleza para hacer admirable lo «exagerado» y lo «turbulento», las fuerzas desatadas de la naturaleza, interviniendo en las relaciones humanas. Un momento que nos recuerda muchas actitudes actuales, aunque lo que Visconti pretendía era analizar una de sus preocupaciones intelectuales más arraigadas: la crisis de la sociedad aristocrática.

Senso es, al margen de los paralelismos oportunistas que se quieran, una película que no debe caer en el olvido. Su cuidadísima estética, la dirección artística, la fotografía y la interpretación la convierten en una obra imprescindible para las jóvenes generaciones. Martin Scorsese, que cultivó con maestría el «melodrama» en La edad de la inocencia, dejó escrito aquello de «si Stendhal hubiese tenido una cámara, habría hecho algo como Senso». Si este mes de septiembre no se llamase como se llama podría ir al registro civil y cambiárselo por Sensoentiembre.