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Merodeos Renanos

Guillermo García-Alcalde

El museo de Elena y las antífonas de Hildegarda

Dos mujeres increibles. Son muchas las que pueblan la historia y el presente de Alemania, pero aludo a dos que me impactaron especialmente en este merodeo renano: la señora Helene Kröller-Müller (siglo XX) y la santa Hildegard von Bingen (siglo XII).

Tras la salida de Amsterdam, el primer destino importante es Nimega, pequeña urbe de gran pasado, que nos recibe con la única finalidad de aproximarnos a un mágico lugar en el camino hacia Oterloo. Se trata del Museo Kröller-Müller, del que teníamos escasa y lejana referencia. Helene Müller, coleccionista alemana de arte, reunió entre 1907 y 1939 una pinacoteca de 11.500 piezas de arte y quiso ubicarlas en un museo abierto al mundo mundial. Respaldada por su marido, el industrial Anton Kröller, cazador empedernido, eligieron para el museo y el pabellón de caza un bosque inmenso que es hoy parque nacional. En el corazón de aquella foresta de árboles altísimos, encargó ella al famoso arquitecto belga Van de Velde el primer pabellón museístico para una colección del periodo creativo que va de 1850 a 1939, año de su muerte: del realismo al abstracto, o, como ella prefería decir, «del realismo al idealismo».

Belleza y silencio

Es «la segunda casa de Van Gogh», después de su propio museo en Amsterdam. Aquella mujer notabilísima consiguió reunir 90 pinturas y 180 magistrales dibujos del genio holandés. Junto a él, piezas extraordinarias del Impresionismo francés ( Manet, Corot, Renoir, Cezanne, Gauguin, Seurat...) y de todos los líderes de las vanguardias sucesivas hasta el día de hoy, por aportaciones posteriores a su muerte que suman la abstracción pura, el conceptualismo, incluso el land art con piezas de Christo y la incorporación del «arte global» que suma creadores orientales y occidentales. Además de pinturas y dibujos, el fantástico «jardín de esculturas» ubicado al aire libre, en medio de la fronda boscosa, invita al fascinado paseo entre piezas que van de Rodin a Richard Serra e interaccionan arte y naturaleza. Tres españoles, Picasso, Juan Gris y Julio González están admirablemente representados.

No se trata de agotar aquí la nómina de grandes creadores congregados por Helene y quienes siguieron su obra, sino de lamentar no haber conocido antes una colección fabulosa que quiso alejarse de las grandes urbes para ofrecerse en un medio natural donde todo es belleza y silencio. Unos cuatrocientos mil visitantes llegan allí cada año -los que vayan ahora encontrarán, además de la colección, una impresionante exposición temporal de Hans Arp- gracias a la intuición y la generosidad de una mujer excepcional. Arruinada por los avatares mundiales en el filo del nazismo y la segunda guerra mundial, rehusó las ventas y subastas de su tesoro y lo puso al alcance de todos, de una vez y para siempre. En mi estimación queda valorado como uno de los cinco mejores en el tramo de creación que arranca de la segunda mitad del siglo XIX para recorrer el XX y lo que va del XXI. ¡Qué gran mujer!

La monja antecesora

No es menos grande Hildegard von Bingen, Santa Hildegarda para los católicos (1098/1179), autora de uno de los mejores catálogos de música religiosa de la Edad Media. Compositora, filósofa, fundadora y abadesa benedictina, su aura se nos hizo casi tangible en Rudesheim, una villa de de 10.500 habitantes que recibe anualmente a dos millones de visitantes. Sigue vivo en ella uno de los conventos que fundó y en el que desarrolló gran parte de su obra. El Bingen del apellido es el topónimo del pueblo que se levanta en la otra vertiente del rio. El desembarco en Rudesheim no estaba motivado por Hildegarda, sino por las bodegas de vino del Rin que allí se elabora, rodeado por viñedos inverosímiles, trepadores de las empinadas laderas. Fue agradable la sesión de cata en una vieja bodega con siglos de existencia, donde gustamos las tres clases básicas del famoso caldo, diferenciadas por su porcentaje alcohólico y contenido en azúcar, con reservas y calidades que oscilan entre lo muy económico y lo muy costoso.

Bien, pero poco más. Entre otras cosas, la visita a un aterrador museo de instrumentos musicales mecánicos que exhibe más de trescientos artilugios, pequeños y grandes, realizados por artesanos de los dos últimos siglos. Ingeniosos unos, simples otros, claramente kitsch todos ellos, merecen curiosidad hasta que los ponen en marcha y nos agreden con sonidos horripilantes. Incluso un buen piano Bechstein. accionado por manos invisibles, hacía oir malamente algo tan tan sencillo como la Canción de cuna de Brahms. Se comprende que esos artefactos sean piezas de museo, porque a la música le han hecho flaco servicio. No es inocua la pretensión de meter en la sala de estar una orquesta sinfónica «en vivo».

En realidad, lo que volvió a nuestro oido interior mientras caminábamos por las callejuelas medievales del empinado Rudesheim, ahora plagado de tiendas de souvenirs, cervecerías y terrazas, fueron las inefables antífonas, los salmos, versículos y responsorios de Santa Hildegarda, que llevaron hace nueve siglos la reforma del papa Gregorio a la más alta expresión artística. Su espiritualidad hecha sonido marca en la historia de la música un hito excepcional, pues en ella no hay hasta el siglo XIX constancia de otras mujeres compositoras dignas de mención. La monja de Bingen es referencia de un hecho absolutamente único y el paseo por el Rin hace posible soñar donde ella soñó, filosofó y creó un legado musical que hoy sigue vivo en los templos y el concierto.

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