Siempre he mantenido que, a la hora de valorar cualquier situación, o calificar a una persona, no existe el blanco o el negro, sino una infinita escala de grises. Quizás una gama cromática entera, que ninguna mente humana acierta a llegar a comprender, tal es el carácter infinito que encierra.

Por eso, en cualquier orden de la vida, debería imponerse la mesura al extremismo, la cordura a la locura, la ternura a la amargura, el placer al vicio (me niego a citar la virtud como antónimo del vicio, pues el placer es un término más universal y más proclive a ser compartido) y, sobre todo, lo sutil a lo grosero.

Sin embargo, desde muy pequeños, se nos intenta inculcar todo lo contrario. Lean si no los cuentos infantiles más tradicionales y verán la carga de maniqueísmo que encierran: el lobo feroz es malo, el leñador que lo mata a hachazos es bueno; cuando, en realidad, el pobre lobo sólo es fiel a su instinto al comerse a la abuelita e intentar hacer lo propio con la niña.

Pero, para que vean que no todos los cuentos han de ser fieles a ese principio dicotómico de separar a los personajes en absolutamente buenos o totalmente malos, les voy a contar la historia de una ciudad, imaginaria por supuesto, que era gobernada por un alcalde, tan imaginario como la ciudad, en un país de cuyo nombre los dirigentes del partido de ese alcalde, en muchas ocasiones, no quieren acordarse.

El buen alcalde, que en opinión de la mayoría del pueblo lo era, había alcanzado la vara de mando no sin ciertas dificultades; por aquel entonces, sus conciudadanos estaban dispuestos a elegir a un primer edil de otro partido, pero una alianza in extremis le permitió acceder al gobierno municipal con el apoyo de otra formación; formación a la que gracias a su inteligencia y, por qué no decirlo, a su buen hacer, fagocitó en su segundo mandato, gobernando entonces con una holgada mayoría.

En aquellos tiempos hizo el buen alcalde muchas obras beneficiosas para la ciudad pero, como decíamos al principio, no todo es blanco o negro en la vida y algún error se le podía siempre achacar. Aunque es de justicia reconocer que el fiel de la balanza de la historia se inclina a su favor.

No obstante, una cuestión hubo en la que el alcalde de nuestro cuento se equivocó de una forma clamorosa, error que su ciudad habría de pagar muy caro años después; aconteció que, durante su mandato, en el país cuyos correligionarios a veces no quieren nombrar, se estaba proyectando la red de ferrocarril, y se dice que el ministro encargado del ramo llamó al alcalde, y a otros altos dignatarios del reino, para explicarles por dónde discurriría el trazado.

Convocado nuestro imaginario alcalde a la capital del reino de nuestro cuento de hadas, se le explicó, con gran pompa y ceremonia, que la futura estación de tren estaría situada a varias leguas de su ciudad, si bien en el mismo condado.

No parecía el alcalde tener muy clara la cuestión, pero el ministro era de su mismo partido y sus ciudadanos le aguardaban deseosos de buenas nuevas. De modo que, a su regreso a su ciudad, convocó al pueblo y, entre grandes aclamaciones, explicó que la ciudad tendría ferrocarril y que la suerte había querido que la estación estuviera alejada de la urbe y de sus cultivos, a los que no perjudicaría.

Tal era la confianza que el pueblo tenía en su alcalde que nadie osó rebatir su decisión. Transcurrieron los años y el trazado del ferrocarril fue extendiendo su cicatriz de vías y traviesas por el territorio de aquella nación, «discutida y discutible», hasta que, un buen día, próximo ya el momento de la puesta en funcionamiento del camino de hierro, el sucesor de aquel buen alcalde, e hijo suyo, acudió a la estación en obras y, aunque el pueblo hacía tiempo que se había dado cuenta del error cometido, propuso bautizarla con el nombre del más egregio símbolo de la ciudad.

No sé porqué, el cuento del buen alcalde y su estación me recuerda a otro, mucho mejor, por supuesto, escrito en 1893 por Leopoldo Alas «Clarín» y que lleva por título «¡Adiós, Cordera!». El cuento narra la historia de dos hermanitos asturianos, Rosa y Pinín, y su vaca «La Cordera», a la que están muy unidos sentimentalmente, pues les ha acompañado desde su más tierna infancia y, además, es la única herencia recibida de su difunta madre.

El argumento se centra en la Asturias rural de finales del siglo XIX, época en la que se estaba tendiendo el ferrocarril que realizaría el trayecto entre Oviedo y Gijón. Cada día los niños, acompañados de su vaca, veían ese tren y los palos del telégrafo, símbolos de la modernidad que se cernía sobre ellos; hasta que su padre, acuciado por las deudas, ha de vender la vaca y los niños la ven partir, camino del matadero, en el mismo tren que ellos vieron aparecer un día en su prado. Del mismo modo que Pinín, ya un joven, parte también en el tren hacia el matadero de la lucha fratricida de las Guerras Carlistas. «¡Adiós, Pinín!, ¡adiós Rosa!, ¡adiós, Cordera!».

Mientras tanto, en Elche parece ser que pronto vamos a tener un apeadero del tren de alta velocidad. Estará ubicado en Matola, a ocho kilómetros del centro de la ciudad y sin conexión con la actual línea Alicante-Murcia que tiene paradas en Elche-Parque y Elche-Carrús, con lo que Elche quedará aislada del Corredor Mediterráneo y de las conexiones ferroviarias de cercanías.

Pero no se preocupen, está todo pensado. El apeadero de Matola se va a llamar «Estación Dama de Elche», lo que nos va a posicionar como número uno del turismo nacional, europeo y mundial. A menos que la Dama, viendo que en Jaén se ha construido un magnífico «Museo Internacional de Arte Íbero», decida no parar en la estación que llevará su nombre, sino recalar en un lugar donde se le ha construido una casa digna de su porte.

Si llegara ese triste momento los ilicitanos, acorde con los tiempos que corren, podríamos pedir la convocatoria de un referéndum para renombrar la estación del AVE. Yo propongo «La Cordera».