La convocatoria por la Generalitat de Catalunya del referéndum del próximo 1 de octubre con el fin de que la ciudadanía decida si Catalunya ha de convertirse o no en un estado independiente constituye un hito histórico-político que sitúa claramente el proceso impulsado en Cataluña en favor del «derecho a decidir» en un punto de no-retorno. Que el Gobierno de Mariano Rajoy asocie la convocatoria del referéndum con un «acto ilegal» o un «golpe a la democracia» y responda, «en su línea», con coacciones y represión no hace más que reforzar, en la práctica, la irreversibilidad del proceso.

La clave de la movilización ciudadana en pro del referéndum está en la impugnación en 2010 por el Tribunal Constitucional, a instancias del Partido Popular, del Estatuto de Catalunya de 2006, aprobado por los parlamentos catalán y español y refrendado por el 74% de los votantes de Catalunya. La sentencia suponía claramente la desautorización de los parlamentos español y catalán, la usurpación de la palabra a la ciudadanía catalana y la estimación de la consulta popular celebrada el 29 de noviembre de 2014 como un delito. Así, el papel de la alta institución, como garante de las libertades democráticas, quedó fuertemente cuestionado.

Más allá de la citada sentencia, el conflicto en torno al referéndum expresa un conflicto aún más profundo, de índole política y territorial. Éste deriva del carácter excluyente que para el derecho a decidir sobre la autodeterminación en el interior del Estado tiene el principio constitucional de la «indisoluble unidad de la nación española» (Artículo 2 de la Constitución española). Es el principio continuamente invocado, como precepto legal inamovible, para desautorizar el referéndum. Sin embargo, la legitimidad del artículo puede ser claramente cuestionada si se atiende a lo que Jordi Solé Tura, nada menos que uno de los «padres» de la Constitución, desveló en su ensayo Nacionalidades y nacionalismos en España, publicado en 1985, una revelación tan acreditada hoy por los historiadores «no oficialistas» de la Transición ( Xacobe Bastida, Xavier Casals, Gregorio Morán...), como silenciada por el relato oficial.

En efecto, gracias al citado ensayo hoy sabemos que la redacción actual del artículo 2 de la Constitución española no surgió de la libre contraposición de ideas en las Cortes Constituyentes, sino de una decisión adoptada fuera del Parlamento e impuesta a los representantes legítimos de la soberanía popular. Fue a través de una nota procedente de La Moncloa que recibió Jordi Solé Tura, entonces en la presidencia de la Comisión constitucional. Esta intromisión supuso un cambio sustancial en la redacción final del artículo. En efecto, los borradores iniciales del mismo no mencionaban la «nación española», ni mucho menos la «patria común e indivisible de todos los españoles». En su lugar, citaban al Estado o a España y entendían el concepto de «nacionalidad» como sinónimo de «nación», lo que dejaba la puerta abierta a toda forma interna de autogobierno. Sin embargo, la redacción final, que reproducía casi textualmente el texto llegado desde La Moncloa, en el que la nacionalidad queda devaluada al subordinarse a la nación indivisible, excluyó esta posibilidad,

Ésta fue, en todo momento, la posición de Alianza Popular (AP), el partido fundado por Manuel Fraga, núcleo del actual PP. Si tenemos en cuenta que en aquellos momentos AP se situaba en los márgenes del consenso constitucional por su concepción unionista de España, resulta difícil no inferir que esta imposición no podía proceder más que de la jerarquía militar. De ahí, que la legitimidad atribuida, de manera incuestionable, al artículo 2 de la Constitución carezca de un fundamento sólido. En realidad, el artículo fue el resultado del triunfo del nacionalismo conservador español, hoy representado por el PP y Ciudadanos, que identifica la nación española con una realidad heredada, independiente de la voluntad popular, sobre el «nacionalismo cívico», que la concibe como la asociación libre de los habitantes de un territorio, dotados de derechos y, por tanto, de soberanía.

En conclusión: el proceso actual en favor del «derecho a decidir» en Cataluña ha surgido de una amplia demanda social, visible en las movilizaciones de los últimos años. La incorporación al movimiento de la derecha nacionalista catalana a través del Partido Democrático de Cataluña (antigua Convergencia), integrante de la coalición gubernamental Junts Pel Si, ha sido posterior (Véase mi artículo Nacionalismo y democracia. El procès catalán).

Acudir a la retórica de la amenaza a la integridad de España para neutralizar este impulso es ridículo. Lo cierto es que, hoy por hoy, estas aspiraciones no tienen acomodo en la Constitución española. Ésta, al asignar la titularidad única de la soberanía a un único pueblo español, articular la cuestión nacional de España en torno a la unidad de la nación, no del Estado, y restringir lo nacional a la autonomía, veta la posibilidad de ejercer el derecho a decidir sobre la autodeterminación por otra vía que no sea la de la insumisión o la reforma constitucional. No hay nación más solida que la que se basa en el consenso cívico y la justicia social. He ahí el que debiera ser punto de partida.