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Rosa Carrizosa

En memoria de Miguel Lizón

Rosa Carrizosa

Desde el sillón de rellano

Le esperaba muchas tardes de toros durante la Feria de San Juan a la salida de la puerta de servicio. Yo era su compañera -qué privilegio- en las tareas informativas de este periódico. Él, el cronista, y yo, el peón -reportajes y entrevistas- que esperaba al titular, al torero. Tardaba en bajar porque su localidad se encontraba en el sillón de rellano -donde siempre estaba acompañado por su mujer- y desde allí hasta la salida había un buen tramo de escaleras que sus dolientes rodillas afrontaban con esfuerzo. En los últimos años ya utilizaba el ascensor que habían habilitado en la plaza.

Y era cuando aparecía por la puerta cuando para mí comenzaba la clase magistral. Unas nociones que tenía que absorber a marchas forzadas porque él hablaba sin pausa, con el torrente del magisterio que le concedía no sólo su formación -era maestro de profesión-, sino su experiencia, sus vivencias y su trayectoria taurómaca. ¿Le gustaría a Miguel este término? Y la brecha entre su afición, formación e información con la mía era tan amplia que, a veces, me costaba trabajo seguirle. Pero como buen docente, estaba abierto a cualquier pregunta. Y pese a que ésta fuera obvia o denotara ignorancia, la respondía con naturalidad, cariño y voluntad de transmisión, sin hacer notar el déficit que te había llevado a formularla.

Riguroso en sus análisis, lejos de la sensibilidad exagerada que, a veces, predomina en el ambiente taurino, parecía difícil trasladarle al terreno de la emoción que, por otra parte, él reclamaba en el toreo. Pero en los momentos en los que dejaba que aquella aflorara, la argumentaba técnicamente. Porque era una emoción surgida del buen hacer, ese que dictan los cánones, la ortodoxia y que sustentan este arte, donde «sin toro no hay toreo».

«¿Has visto el quinto, cómo embestía? ¿Cómo ha ido al caballo?». Sus primeros comentarios a la salida de la corrida siempre eran sobre el comportamiento del animal. Después, sobre el matador, su técnica, su conocimiento del ritual, su habilidad y recursos o deficiencias en sortear las dificultades que se presentaban durante la lidia.

Por hacer patria y sin menospreciar otras tardes o a otros toreos, recuerdo dos ocasiones en las que salió de la plaza emocionado: los ojos muy abiertos, gestualizando más que nunca con los brazos y con una sonrisa -a veces, muy cara en Miguel, salvo cuando le vencía el cariño-. «A lo Pedro Romero», tituló ese día (25 de junio de 1997) la crónica sobre la faena del alicantino Luis Francisco Esplá y su entrada a la hora de matar al toro (a recibir). Otro día (25 de junio de 2000) su titular era: «Sin respeto por la Historia». Se la dedicó a José María Manzanares en la tarde que decía adiós al público alicantino y se quejaba de la «fría y desconcertante» despedida que el respetable ofreció al diestro de Santa Cruz. Reivindicaba la Historia, porque sin respeto por ella, «la cercana o intrahistoria, la grande o general que a todos nos ha de importar porque nos justifica un lugar determinado en el concierto de las naciones, los pueblos pierden su pulso y desertan de los esfuerzos de sus antecesores. Esfuerzos y afanes que, con sus aciertos y errores, sus luces y sombras, coadyuvan a que recibamos una herencia digna de ser tenida en cuenta. Maestra de la vida es la Historia. Ya lo creo», escribía. Otra dosis de magisterio. Gracias.

Son dos ejemplos de crónicas informativas, cargadas de sabiduría, que reflejan el equilibrio que Miguel siempre buscaba. Lejos de los «istas» que te suelen situar en uno u otro lado, según la corriente en que naveguen. Pero él hacía la crónica de lo que había visto esa tarde. Cabal, riguroso en los tiempos, en los pases, las distancias entre diestro y toro. Porque cumpliéndolos y sorteando las dificultades de las embestidas del animal se remataba una faena, no de aliño, sino de arte, de técnica y de emoción.

Solía mantener la equidistancia, porque en sus crónicas sólo se debía a toro, al torero y a las faenas de esa tarde. Y, aunque en los últimos tiempos, salía muy decepcionado de la plaza, nunca falló en treinta años a su cita con los lectores de INFORMACIÓN. El 1 de marzo de 2016 se despidió de los compañeros del periódico, cuando cumplía los 31 años de trayectoria en las lides informativas taurinas en el rotativo.

Un periodo en el que, incluso, supo adaptarse al sistema que entonces imponían los ordenadores. Con lo fácil que era manejar la máquina de escribir, ¿verdad, Miguel?

Todos sus apuntes de la corrida los llevaba anotados en una pequeña libreta de cuadrícula. Toro a toro, como, a veces, también escribía sus crónicas.

Y después, al periódico a escribir. Una noche, estando enfrascados ambos en su tarea -él, en su disección de la corrida, y, yo en el reportaje del callejón o las entrevistas- escucho: «Nena, esto parece un miura». Y cuando me acerco a su mesa veo a un Miguel nervioso y desconcertado mostrándome la pantalla del ordenador. Por uno de esos duendes que tienen las teclas del computador, el tamaño del texto que estaba escribiendo se había visto ampliado a un nivel ilegible e incontrolable. Y por esos duendes de la tecnología, otra tecla devolvió el cuerpo de la letra y la página al nivel que permitía seguir escribiendo. ¿Te acuerdas, Miguel?

Yo sí. Y de muchas otras vivencias más que seguiré rememorando.

Ahora, te imagino en otras tertulias. Muy cerca de « Joselito» y de Belmonte, y de tantos que lo fueron en el mundo del toro. El último, Dámaso. También hablando con los de la «terreta», en cuyas charlas se colarán las Fiestas de Hogueras. ¿Cómo son las tardes de toros allí?

Hoy, en tu recuerdo. Va por ti, Miguel.

El funeral por Miguel Lizón tendrá lugar a las 18.30 h. de hoy en el tanatorio Cristo de la Paz de San Vicente.

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