La semana pasada, quizá como anticipo del curso escolar y para subir la temperatura del ya de por sí caluroso estío, el Parlament de Cataluña organizó un espectáculo más propio de un parvulario. Todos lo hemos visto, porque la televisión nos lo ha retransmitido a lo grande, como un Gran Hermano, pero con traje y corbata, aunque con iguales reproches, aspavientos y miradas acusadoras.

Al ciudadano de a pie solo nos quedaba sacar las palomitas y confiar en que la cosa no acabara como en esos parlamentos de países del Este: tirándose de los pelos y lanzando butacas de un lado a otro. Tal vez aquí nos falta eso para convertirnos en república bananera con todas las de la ley. El ciudadano normal, ya no solo el de Cataluña, sino el de Huesca, Cantabria o Badajoz, ve el «procés» catalán como quien ve una película de sobremesa: cuando se canse (y el tema ya cansa mucho) cambiará de canal. Será la guinda del monumento al pasotismo, el fruto de la desafección política de la que todos hablan y cuyas causas unos quieren ver en la cantidad de bares por habitante que hay en nuestro país, otros en la picaresca tradicional patria y otros en que la filosofía de aquí es que si alguien puede hacerlo por mí ¿a qué espera?

De esa forma hemos llegado a una situación en la que por poco les hemos hecho un pasillo a Puigdemont y Junqueras para que campen a sus anchas. Nadie quiere tirar del carro y ahora resulta que los bueyes se dirigen directos al abismo. El problema es que en Cataluña, tierra de solidaridad que siempre ha recibido al de fuera con los brazos abiertos, hay miles de personas de Andalucía, La Mancha o León que, de golpe y porrazo, se van a ver extranjeros en su propia tierra. Por eso es importante votar el 1 de octubre, y votar que no: para frenar la sinrazón y este chiste que se alarga demasiado. Porque toda Europa nos mira como quien asiste a un esperpento. Y eso que hace apenas nada nos miraban con envidia, cuando le ganamos el pulso al terrorismo de ETA con la fuerza del diálogo y el poder de la unión de todos. ¡Qué palabras más bonitas! Y qué poco se usan hoy en día: «diálogo» y «unión». El enrocamiento de unos y otros no es la mejor vía para solucionar el problema catalán, ya que no se puede esconder la miseria del 3 % detrás de una independencia innecesaria cuando reconocer la voz plural de España sería cohesionar la variedad de sus gentes (hablen castellano, vasco, gallego o catalán) y dar un ejemplar golpe sobre la mesa de razón y respeto mutuo. Porque esas discusiones de chiquillo de 18 años a los 50 son peligrosas. Todos hemos sido jóvenes y hemos sido más de izquierdas que Fidel, gritando por la calle «Sí al Països Catalans». Pero hasta la idiotez más profunda se cura. Puede que Puigdemont y Junqueras no tuvieran esa fase de los dieciocho años y la están viviendo a los cincuenta, lo que es mucho más peligroso, pues ahora sus actos tienen consecuencias para todos. La República que ansían choca con nuestra asentada monarquía parlamentaria, y sobre todo con el Rey actual, un ejemplo de seriedad y búsqueda de consenso. La Cataluña que persiguen será una isla en mitad de Europa y del mundo, un país enorme con un único cerebro del tamaño de la punta de un alfiler.

Ha llegado el momento de sentarse y recapacitar, de mirarse en el espejo de la historia de otros países (Italia, Alemania, Francia) que, a pesar de las diferencias internas, supieron construir un futuro unidos, salvando las distancias internas de otros modos de pensar. Porque no quiero llegar al 2 de octubre y, aprovechándose del pasotismo y la abstención, ver que se dan por buenos un puñado de votos afirmativos que terminen por traducirse en un enorme y apático: «I ara, què fem del caldo?».