En alguno de sus libros, Erica Jong cuenta la historia de una feminista radical (muy parecida a ella misma) que estuvo a punto de morir cuando se propuso tener a su primera hija en un "parto natural". Tras nueve horas de dolor insoportable, la mujer tuvo que suplicar a gritos que la llevasen a un hospital, donde al final tuvieron que hacerle una cesárea. Al volver a casa, sus amigas feministas le reprocharon haber sucumbido a un tratamiento científico que traicionaba los mandamientos de "la Madre Naturaleza". Y encima, en una asquerosa clínica capitalista.

Cualquiera que tenga que vivir en contacto diario con la naturaleza -campesinos, leñadores, mineros, pescadores- sabe que la naturaleza es cruel y que no hay nada romántico en ella. Pero los buenos burgueses criados en una ciudad y acostumbrados a ver documentales ecologistas a la hora de la siesta tienen una idea muy distinta, como le pasaba a esa mujer de la novela de Erica Jong. Y lo mismo podría decirse de todos los creyentes en la naturopatía que rechazan las vacunas y los antibióticos y prefieren someterse a algún exótico tratamiento natural a base de ajo o semillas de albaricoque (y si son mujeres, deciden parir en una bañera en vez de hacerlo en un quirófano). Entre los partidarios de los tratamientos naturistas abundan los universitarios y las personas que viven en una burbuja de confort material. En cambio, muy poca gente que deba ganarse la vida trabajando en el campo aceptaría recurrir al ajo o a la homeopatía para curarse un cáncer. Entre la gente humilde, el realismo es un mecanismo de supervivencia del que sin embargo pueden prescindir los buenos burgueses que se creen a salvo de todas las adversidades. Quienes viven en contacto directo con la naturaleza la temen o cuando menos desconfían de ella. En cambio, quienes viven en una cómoda realidad indolora echan de menos la romántica vida salvaje de los exploradores y las pioneras.

Solo así se puede entender que miles de personas de nuestro país, por lo general con formación universitaria y con una presunta preparación intelectual, crean a pies juntillas que los atentados yihadistas se cometen porque el rey de España vende armas a Arabia Saudí. O porque hay guerras lejanas que obligan a los pobres terroristas a defenderse in extremis de esas agresiones ("Les seves guerres, els nostres morts", decían cientos de pancartas en la manifestación del sábado pasado en Barcelona). Si los informes policiales no mienten, el atentado de Las Ramblas se cometió con una furgoneta y los atentados de Cambrils se iban a cometer con hachas y cuchillos comprados en un bazar chino. No sé qué clase de armas son esas que el rey de España vendió a Arabia Saudí, aparte de que el rey no vende armas porque quienes las venden son las empresas que dan empleo a miles de obreros cualificados. Pero a pesar de esta verdad indiscutible, cientos de miles de personas -todas universitarias y supuestamente cultas y educadas- siguen empeñadas en creerse que los atentados se deben a una causa así. Por lo demás, la célula terrorista que tenía previsto volar la Sagrada Familia estaba fabricando un explosivo a base de acetona, agua oxigenada y ácido sulfúrico, que son sustancias que se pueden comprar en cualquier droguería. Siguiendo este hilo causal, las droguerías -y también los butaneros- son cómplices indirectos del atentado. Todo es un disparate, pero la cadena causal "rey de España/venta de armas/Arabia Saudí/guerras lejanas/atentados en Las Ramblas" ya está fijada y decenas de miles de personas están convencidas de que es incuestionable.

Nos guste o no, nos hemos vuelto una sociedad crédula y supersticiosa que desconfía del realismo descarnado y que prefiere refugiarse en una confortable burbuja mental. Si hay un atentado como el de Barcelona, corremos a abuchear al Rey y al presidente del Gobierno, corremos a montar un gabinete de ayuda psicológica a las familias de los asesinos -los niños de Ripoll, pobrecitos- y luego corremos a buscar mil pretextos que nos aseguren que nosotros tenemos la culpa de lo que ocurrió. Preferimos seguir instalados en las tranquilizadoras ficciones que nos hacen creer que todas nuestras supercherías forman parte de la realidad. Los independentistas catalanes, por ejemplo, repiten que la Cataluña independiente, que no tendrá ejército, se verá libre de guerras y atentados terroristas. ¿En qué se basan para creer esta portentosa tontería? ¿Qué razones tienen? Nadie lo sabe, pero aun así, esa gigantesca paparrucha tiene miles y miles de fervientes seguidores a los que nadie podrá hacer cambiar de opinión.

Y lo mismo sucede con esa asombrosa idea de la independencia catalana como un proceso imparable que tendrá lugar con la sencillez de un parto natural. En la bañera, como aquel que dice. Sin anestesia. Y sin dolor alguno. Y sin que al final haya que salvar a la parturienta con una cesárea a vida o muerte.