La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles.

Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.

No, no les estoy describiendo el centro de Elche la segunda quincena del mes de agosto. El párrafo anterior, que me he permitido reproducir literalmente, sin entrecomillar para intentar confundir al lector, es el comienzo de la obra cumbre de Leopoldo Alas «Clarín», La Regenta.

La Regenta es el máximo exponente del movimiento literario realista y naturalista español del siglo XIX, hasta el punto de que algunos críticos literarios han llegado a calificar a esta obra, y a su protagonista Ana Ozores, como la Madame Bovary o la Anna Karenina española.

Doña Ana Ozores es una mujer que vive la asfixiante atmósfera de una ciudad de provincias, Vetusta en la novela, aunque el autor se refería al Oviedo de la época, víctima de una aplastante opresión por parte de la sociedad y de los poderes fácticos de aquella España negra.

Como consecuencia de ello, La Regenta padecía una suerte de desajuste emocional, consistente en crearse una personalidad ficticia, para desempeñar un papel y atenerse a él, pese a su propia personalidad y a los hechos que la rodean. Este desajuste fue descrito en 1902 por el filósofo francés Jules de Gaultier, seguidor de Arthur Schopenhauer, y lo denominó «bovarismo», por la protagonista de la novela de Gustave Flaubert, Madame Bovary.

Con el tiempo, el término bovarismo, acuñado por Gaultier, amplió su significado y vino a aplicarse a todas las ilusiones que los individuos o los pueblos se forjan sobre ellos mismos.

En alguna localidad vecina a Elche, se nos aplica a los ilicitanos, con cierta mala baba, un vocativo para calificarnos: «D'Elx i bobos». La frase me hace gracia, lo reconozco, pues es simple e ingeniosa a la vez; y a pesar de no creer que seamos bobos, sí reconozco en nosotros cierta dosis de bovarismo, en la segunda acepción del término que describió Gaultier.

Los ilicitanos nos hemos forjado, en nuestro imaginario colectivo, una serie de ilusiones que nos pueden abocar a una frustración, colectiva también, cuando abramos los ojos a la realidad. Ilusiones que se ven alimentadas por la necesidad de los políticos locales de mantenernos encandilados para que no les exijamos responsabilidades por su mediocre gestión.

Una de esas ilusiones, por no llamarle abiertamente flagrante engaño, alimentadas desde el Ayuntamiento, es la estrategia para convertir Elche en capital verde europea 2030. Cualquiera que haya viajado un poco, habrá podido comprobar que ciudades, incluso de un tamaño menor a la nuestra, disponen de amplias zonas peatonales, puntos de recarga para vehículos eléctricos, contenedores de basura soterrados y mejores carriles bici. Aquí tenemos mucha propaganda, un logo feísimo que desconozco si ha costado dinero y poco más.

Otra de ellas es hacernos creer que Elche podrá ser algún día un destino turístico prioritario. Sí podría serlo, ya se ha comentado muchas veces los atractivos que podemos aportar, pero la política que se está aplicando en este campo nos está haciendo retroceder, en lugar de avanzar hacia la consecución de este objetivo.

También se nos ha inculcado la idea de que somos los más punteros en cuanto a participación y transparencia. Sin duda se ha avanzado, pero sólo desde un punto de vista formal. Por un lado, la web de transparencia municipal, que al principio fue alabada por muchos, empieza a ser criticada por su falta de actualización. Por otro, los presupuestos participativos carecen de atractivo, hasta el punto de que los técnicos de la concejalía recorren los centros educativos «mendigando» participación a los alumnos mayores de dieciséis años.

Lo curioso es que las competencias de medio ambiente, turismo y participación, que en principio podían suponer un campo más cómodo para sus respectivos concejales que otros como hacienda, policía, educación o recursos humanos, fueron asumidas por el grupo municipal de Compromís, dentro del tripartito original y hasta la fecha.

El último tramo del mandato municipal, que está próximo a comenzar, puede suponer un intento de unos y de otros dentro de la coalición de gobierno, por intentar mejorar su imagen y vender una buena gestión dentro de sus respectivas competencias. Mucho tendrán que mejorar todos para llevarse el gato al agua.