Se lee en los evangelios que Jesús de Nazaret resucitó muertos. Y nadie más. Por eso, la pretensión de ciertos políticos de que el valenciano se implante en algunas zonas de nuestra comunidad que son castellano parlantes no es lógica ni posible. Y en la ciudad de Alicante que, a efectos filológicos, fue incluida como de lengua valenciana, el valenciano ya no se habla, ni por mucho que lo pretendan se volverá a hablar.

Y conste que esto no lo digo por animadversión a la lengua que es cooficial en nuestra comunidad, sino porque soy consciente de un cambio que he vivido en persona y de una realidad que cualquiera puede comprobar.

Aquí, los niños cuando juegan no hablan en valenciano. Aquí, los adolescentes cuando se reúnen no hablan en valenciano. Aquí los jóvenes cuando van de fiesta no hablan en valenciano. Aquí los adultos cuando trabajan no hablan en valenciano. Aquí los abuelos ya no hablan en valenciano. Y ni tan siquiera a los más ancianos se les oye hablar en valenciano.

Personalmente puedo explicar el proceso por el que el valenciano ha desaparecido de la cotidianidad ciudadana.

En mi familia mi abuela paterna, viuda, vivía en Alicante, pero era de Santa Pola y hablaba en valenciano. Y mis abuelos maternos también vivían aquí, pero eran de Jijona y hablaban en valenciano. Cuando ellos hablaban con mis padres hablaban en valenciano, pero a sus nietos y mis padres a sus hijos siempre nos hablaban en castellano. Por eso, entiendo perfectamente el valenciano, pero mantener una conversación en valenciano no me es fácil. Mi yaya paterna, que estaba con nosotros y me legó en la infancia algunos de los valores más trascendentes de mi vida, por supuesto ya he dicho que se expresaba en valenciano con mis padres y en muchas de sus frases espontáneas el valenciano era lo acostumbrado, pero siempre se dirigió a mí y a mis hermanos en castellano. Y puedo manifestar que a los amigos de entonces, con antecedentes familiares similares, les ocurrió lo mismo.

De esta manera, el valenciano se fue perdiendo como la lengua que se hablaba en la ciudad de Alicante. Y eso es algo, creo, que irrecuperable. Algo que, después, la llegada de tanta población de fuera de la Comunidad Valenciana ha agravado.

Sin embargo, como cosa curiosa y que me satisface mucho, ahora, en mis soliloquios íntimos me expreso en valenciano y revivo las frases y palabras que tanto escuché de niño, aunque no las hablaba entonces. Seguramente, como mis estudios universitarios los hice en Madrid, no tuve mayor interés por nuestra lengua vernácula, que se ha intentado imponer con métodos, a mi parecer, equivocados. Porque cuando se implantó en los planes de estudio la obligatoriedad del valenciano, en vez de hacerse de manera lúdica, como un tesoro patrimonial por el que había que entusiasmarse, bastantes de los profesores que se ocuparon de dar las primeras clases de lengua valenciana, entraron a hierro y fuego, haciendo que, a veces, hubiese más suspensos en valenciano que en matemáticas, por ejemplo. Y puedo asegurar, pues he sido testigo directo, nadie me lo ha contado, que había alumnos en el instituto diciendo del valenciano: -¡Lo odio, lo odio!-, al comprobar los pésimos resultados de una asignatura nueva que, por temor a que se convirtiese en alguna «maría», era de una dificultad insuperable para muchos. Desde luego, después las cosas parece que han cambiado. Pero esos primeros años fueron una ocasión perdida para que se amase nuestra lengua autonómica, en vez de temerla. Una lección que, lamentablemente, tampoco han aprendido ciertos políticos.

Yo ahora, en mi ocaso vital, recuerdo con cariño lo que mis abuelos y mis padres hablan entre ellos. Y lo evoco para mí con la nostalgia de un tiempo tan feliz como irrecuperable.