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José María Asencio

Vuelva usted mañana

José María Asencio Mellado

Barcelona, muerte y caos

La sensación que viví el jueves en Barcelona fue una mezcla de sentimientos que iban de la incredulidad a la inseguridad en una ciudad en la que de repente se hizo el silencio. Un silencio trágico, que se impuso sobre todo. El día anterior, a la misma hora, paseaba con mi familia por el lugar donde veinticuatro horas después ese engendro decidió realizar su gesta. Miles de personas, alegres y confiadas transitaban por la zona sin imaginar la tragedia que se les venía encima. Nadie espera lo que humanamente es imprevisible.

Una ciudad tomada por la policía, sirenas, ambulancias, alerta ante el ataque que se desconoce de dónde puede surgir. Rumores de otros hechos, algunos ciertos, muchos otros falsos o falseados. La inseguridad y la falta de explicación racional de lo sucedido enciende las alarmas, de modo que se deambula por la calle con el miedo de ignorar si va a volver a suceder, cómo y dónde; se sospecha de todo aquel que habla o viste de forma distinta y se busca al próximo, al que sabes que siente igual que tú, que nada oculta o ampara. El rechazo al diferente suele tener como causa esa necesidad de seguridad que se acrecienta cuando es la vida misma la que está en juego. Cuando ese miedo a perder lo más importante no es irracional, sino una realidad, cuando quienes matan se identifican con un grupo determinado, es inevitable que surja el rechazo derivado del instinto de supervivencia y que busques la unidad y cercanía con quienes te merecen la confianza de que de ahí no va a venir ese peligro hecho certeza. No es racismo, sino temor e inseguridad. Los discursos que hablan de racismo se equivocan. Es el miedo provocado por ellos mismos la causa del rechazo, no las creencias o la ideología. Por eso es más difícil remediarlo y controlarlo. Y es humano.

Al día siguiente se ve todo con más calma, aunque la huella permanezca, pero en el fragor inmediato de una ciudad tomada, de vecinos aterrados, de sirenas miles, de un silencio atronador, de imágenes dantescas, no es posible evitar que nazca esa tendencia a rechazar a grupos de cuyas filas surge el terror. La ignorancia de saber si son o no los mismos, conlleva ese efecto inevitable e irracional. Al día siguiente todo es distinto, pero queda un resquemor que solo se explica cuando se vive de cerca el desastre y se siente el pánico ante el terrorismo cruel, fanático y miserable.

El terrorismo carece de justificación alguna, política, social o humana. Toda atenuación de culpas o búsqueda de razones que expliquen esta lacra puede tornarse en apoyo indirecto a actos miserables. A quienes esto hacen, les propongo un ejercicio. No miren el atentado del jueves desde fuera, externamente; no vean la furgoneta desde arriba. Intenten situarse dentro de ella, como hizo la alimaña que la conducía. Y embistan, maten, mutilen a cientos de personas. Recreen la escena. Un espectáculo dantesco. Ningún ser humano puede resistir esta barbarie voluntariamente sin sentir repugnancia. Solo, insisto, las alimañas pueden actuar de este modo. Explicar el terrorismo en la pobreza constituye un insulto grave a los menos favorecidos, a los que se atribuye una suerte de instinto criminal especial. Ser pobre no lleva a matar indiscriminadamente. Hay que cuidar las palabras y medir los discursos.

No es aquí el lugar donde analizar el modo en que habrá de actuarse, pero esta sociedad no puede permanecer inmóvil; esta civilización antigua y respetuosa con la libertad no puede tolerar que nadie venga a imponer costumbres ancestrales y anacrónicas que muchas veces atentan a los derechos más esenciales. No pueden obligarnos a convertir nuestros parques en cárceles con bolardos, vallas y jardineras antiestéticas, no pueden hacer que pongamos puertas al campo. No son así nuestras ciudades abiertas. No podemos permanecer a la defensiva. Tenemos derecho a la paz y a la libertad y cuando se atacan, se debe responder con eficacia. Proporcionalidad en la respuesta, mesura, pero no apocamiento, ni vergüenza cuando se pone en riesgo la vida. Todo nuestro sistema está al servicio de los derechos y debe proteger esos derechos de modo eficaz, lo que incluye la necesaria restricción cuando es obligado para garantizar la vida de los ciudadanos.

Esta civilización, una cultura milenaria, no puede renunciar a permanecer o ser atacada simplemente por ser como es. La libertad exige algo más que concentraciones y minutos de silencio. La convivencia entre civilizaciones es correcta, pero solo hasta donde sea posible y sin perder de vista la preferencia aquí de la nuestra. Y no olvidemos que el Islam permite interpretaciones hoy, no hace siglos, que favorecen la eliminación del diferente si no se somete a la verdad absoluta que se proclama. Esa es una realidad que debe tenerse en cuenta a la hora de valorar la posibilidad de entendimiento entre nuestra civilización y otra que consiente, permite y a veces fomenta la exclusión, incluso por la fuerza. No son todos, cierto, solo una minoría, pero la base en la que se asientan sus creencias es la causa de la actual situación.

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