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José María de Loma

Ciudad en agosto

España agostea y dormita. Días de fiestas y ferias. Jolgorios. A estas horas un camarero se arregla el bigotito para estar presentable en la barra. Le aguarda una jornada de quince horas. Una pareja en crisis deshace las maletas en un cuatro estrellas del centro. Ella abre el neceser y acaricia un pequeño muñeco de goma con el que su hijo jugaba de pequeño. Siempre lo lleva. Es su amuleto. Ese hijo al que hace años que no ven. Te llamo, te llamo mañana mamá, dijo hace veinte días. El mundo es ancho y ese hijo quiere recorrerlo. Les hubiera gustado más que lo recorriera con un título de ingeniero bajo el brazo. Esta escapada nos hará bien, le dijo su marido allá en la casa grande y silenciosa de un barrio acomodado de una ciudad sin futuro. Hay un folleto en la cama de la habitación. Es de una coctelería. Es la hora propia para un martini. ¿Vamos? dice él sin convencimiento aún colgando camisas en el armario. No sé, responde ella con vacilación, con duda, con una brizna de desgana. La invitación, la posibilidad del martini queda así suspendida en el aire, flotando. Una primera decisión, una primera opción. Los universos paralelos se abren. El día no será igual con dos martinis en un sitio elegante justo antes del almuerzo. Será peor o mejor; será el punto de arranque o no. Será, ese bar, lo que marque la jornada. Lo que les dé una de las primeras imágenes de la ciudad y de sus establecimientos. Si es que van. El camarero de esa coctelería es el depilador antes citado, que aunque hoy reviente ha quedado para tomar cañas mañana. Sueña con recorrer el mundo.

Agosto. En otro punto de la ciudad una anciana lava la chaquetilla del uniforme de su sobrino nieto, ya talludito, que vive con ella. Separado. Se cita los jueves en un piso de la calle principal con una señora de posibles que de cuando en cuando le hace un regalo. La anciana sabe que ese estupendo reloj de muñeca que lleva su sobrino nieto no sale de un sueldecillo. Pero calla. Y no por discreción. Hace tiempo que perdió la curiosidad y prefiere solo ya centrarse en sus propios afanes. Entre ellos, vigilar a las dos chicas que acaban de alojarse en el apartamento turístico del rellano. No es descartable que sean propensas al follón y al mollate y que quieran aprovechar la estancia. Ese, el ahora apartamento turístico, fue el piso de los Gonzueta. El primero de ellos llegó aquí procedente de Guipzcoa al término de la guerra. Fue destinado como alto funcionario de Marina. Murió en los sesenta de una indigestión de calamares. Tuvo tres hijos. El primero se hizo marino. Todos los martes de su vida tuvo fiebre. Era alérgico al pollo y se sabía de memoria Los hijos de la ira, de John Steinbeck. El segundo murió en una pelea semiclandestina de boxeo. Lo quitó de este mundo un masconazo del que llamaban el tuerto de Torremolinos. Murió pero al menos hizo que unos pocos (los que apostaron por el tuerto) ganaran un dineral, dado que él era el favorito en las apuestas. Del tercer hijo no nada sabe este cronista. Tan solo, que nació con tres orejas. Ahora es el nieto de Gonzueta, hijo del marino, el que ha convertido la que fuera casa familiar en tres apartamentos turísticos. En uno de ellos planea ahora dónde y con quién verá los fuegos esta noche. Tal vez en la terraza del cuatro estrellas.

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