Supongo que, para la inmensa mayoría de los mortales, debe ser muy difícil coincidir en algo con Donald Trump. Sin embargo, hay situaciones cuya evidencia obliga a compartir el diagnóstico de la realidad. El presidente de los Estados Unidos acaba de declarar el consumo heroína como una emergencia nacional. Le costó, pero no tuvo más remedio que aceptarlo. Por fin el POTUS -por cierto, curioso acrónimo- ha hecho algo coherente, aunque sea por narices. Con una cifra récord de 60.000 muertos al año por sobredosis de drogas, es necesario frenar una epidemia que ya estaba siendo advertida desde hace algún tiempo. Porque, en honor a la verdad, la preocupación arrancó en tiempos de Obama, aunque su reacción también fuera tan tibia como tardía.

Pensarán ustedes que esta milonga no va con nosotros, que para algo sabemos un rato de la heroína y de sus consecuencias. Es más, en España ya no gastamos el tiempo -ni el dinero- con esta «tontería» de las drogas. Todo parece estar bajo control y, sin embargo, el asunto es de tal calado que tiene visos de llegar a esta orilla del Atlántico. Cuando habíamos olvidado ya los años ochenta y los noventa, la Unión Europea advierte del regreso de la heroína. Eso sí, con un perfil de consumidor bastante diferente al que conocíamos. Dudo que el aviso sirva para mucho porque, en el Viejo Continente, somos fieles a la tradición de no recordar a Santa Barbará hasta que truene. Y, como de costumbre, volveremos a llegar tarde.

En un solo año, las drogas se han llevado por delante a más estadounidenses que la guerra de Vietnam en dos décadas. Si nos limitamos a las muertes producidas por la heroína, la cifra equivale a la que produciría un nuevo 11 de septiembre cada tres semanas. ¿Pueden imaginar que las Torres Gemelas fueran derribadas mensualmente? Este es el escenario actual en un país cuyo consumo de heroína era insignificante respecto al que caracterizó a Europa. La tendencia sigue al alza, cuadriplicándose en apenas cinco años. De ahí que haya llegado a situarse como la principal causa de muerte en menores de 50 años, en los Estados Unidos. Sin embargo, los medios destinados a prevenir el problema no tienen comparación alguna -vaya, ni de lejos- con los esfuerzos realizados contra el terrorismo que, dicho sea de paso, se nutre de los beneficios de este negocio. La razón parece evidente: se mantiene el prejuicio social de la responsabilidad del adicto.

Aparece un nuevo modelo de dependencia que pudo haberse prevenido con facilidad. No nace de las carencias sociales ni del consumo impulsivo propio de los jóvenes. Por el contrario, es el resultado de la incompetencia de las autoridades regulatorias, de la avaricia de la industria farmacéutica y, lo que aún es más lamentable, de la falta de escrúpulos y la corrupción de muchos médicos. Duele aceptarlo, pero esta vez sí asistimos a una epidemia producida por «camellos de bata blanca». Nada que ver con el consumo de heroína de finales de siglo. Estos nuevos heroinómanos proceden mayoritariamente de las clases medias, sin conductas antisociales ni otras patologías psiquiátricas asociadas, y con el único antecedente de padecer dolor. Aquí radica la gran diferencia: el 75% de los nuevos consumidores de heroína en Estados Unidos conocieron esta sustancia como sustitutivo de fármacos que les habían prescrito para sus enfermedades. Y, ojo, en la mayoría de las ocasiones se trataba de patologías que no hubieran precisado este tipo de medicamentos.

El proceso se inicia con la prescripción de un fármaco de una potencia desproporcionada para las molestias que se padecen. Imaginen, por ejemplo, un esguince de tobillo o una menstruación dolorosa. No les hablo de un antiinflamatorio o de un simple paracetamol, sino de algunos opiáceos que llegan a ser hasta 50 veces más potentes que la heroína. Obviamente, la industria farmacéutica oculta previamente los riesgos de adicción y «premia» a los facultativos que prescriben estos tratamientos. Luego aparecerá la respuesta natural del organismo, fisiológicamente necesitado de dosis cada vez más elevadas para evitar los dolores que producen la ausencia del fármaco. Y, frente a unos costes que llegan a ser inalcanzables para el común de los mortales, no hay otra que recurrir al mercado de la heroína, mucho más barata que el fármaco inicialmente prescrito. Aquí se cierra el círculo.

Podrá sonar a ciencia-ficción, pero así ha ocurrido. Ya han ido conociéndose las primeras sentencias contra empresas farmacéuticas, comerciales y médicos. Hay de todo, desde laboratorios que reconocen que no registraban todo lo producido y el exceso se desviaba al mercado ilícito -algo también frecuente en algunos hospitales-, hasta quienes han sido condenados por pagar a médicos a cambio de recetar este tipo de opiáceos sin necesidad alguna, o los laboratorios que han realizado publicidad engañosa con este letal resultado. Sanciones multimillonarias que, como suele ser habitual, acabarán con un «mea culpa» y poco más, mientras el daño ya es irreparable.

¿Nos afecta? Pues claro. Cierto es que, en España, es difícil que suceda algo similar. Al menos de esa magnitud. Disponemos de mejores sistemas de control y, llegado el caso de una adicción iatrogénica -vaya, motivada por la indicación médica- es más difícil que la falta de medios económicos obligue a buscarse la vida con la heroína. Ahora bien, este tipo de prácticas no son tan extrañas y, al fin y al cabo, los laboratorios implicados operan también en nuestro país, desarrollando técnicas de «convicción» muy similares con otros tipos de fármacos, igualmente dañinos. Hay motivos para apretar algo más.

Con todo, el resultado más perjudicial es el enorme beneficio que han obtenido las redes del narcotráfico. De un modo u otro, el mercado de la heroína ha vuelto a reflotar. Una vez fijados estos nuevos «clientes», no será complicado extender la oferta a los colectivos que fueron habituales en su día. Las nuevas generaciones hace tiempo que no perciben el riesgo de los opiáceos y es relativamente fácil acercarles nuevamente a ellos; bien en forma de heroína, bien de pastillas o jarabes. O cortar estimulantes -como la cocaína- con este tipo de sustancias, práctica bastante habitual para «fidelizar» a los más pardillos. En fin, el terreno está abonado.

Las cifras oficiales indican que el consumo adolescente está en alza, los proveedores han salido reforzados de la epidemia estadounidense y las condiciones son aptas para expandir el mercado. No es fatalismo, sino un escenario posible que difícilmente podrá ser modificado si no se previene. Nada más.