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El ascensor y la zapatería

No sabemos quién inventó la carretilla, esa sencilla y magnífica herramienta medieval que ha ahorrado tantos esfuerzos a los hombres, pero su genio anónimo me parece comparable al genio poco reconocido de Frank Julian Sprague, el hombre que con sus innovadoras contribuciones en la tracción de los ascensores y los tranvías permitió, como se dice en un capítulo de la interesante serie documental sobre ingeniería “Grande, más grande, el más grande” (National Geographic), que la ciudad moderna pudiera llevarse a la práctica. Gracias a la tracción eléctrica en ascensores y tranvías, los rascacielos de Nueva York fueron habitables y los ciudadanos que vivían lejos pudieron acudir todas las mañanas a trabajar en Manhattan. En una preciosa miniatura del siglo XIII que representa la reconstrucción de Jerusalén querida por Ciro, un albañil posa con su carretilla llena de ladrillos con el orgullo del que posee un instrumento digno de admiración. Me magino a Sprague en una miniatura posando con el mismo orgullo ante un ascensor o en un vagón del metro de Nueva York, seguro de que la Gran Manzana es lo que es porque sus inventos lo permitieron. Y, con todo, creo que los ascensores y el metro de Nueva York deberían ser compatibles con la zapatería de Simón. Los viejos griegos se reunían para charlar en los lugares de trabajo (tiendas, zapaterías, barberías), en las tabernas y en las casas. Pedro Olalla dice en su fascinante ensayo “Grecia en el aire”, siguiendo a Diógenes Laercio, Jenofonte y Plutarco, que Sócrates se reunía con sus discípulos más jóvenes en la zapatería de un tal Simón, que a veces apuntaba en una tablilla algunas de las ideas que oía mientras trabajaba en sus zapatos. La zapatería de Simón no es un ascensor o un vagón de metro, lugares en los que Sócrates nunca podría charlar con apresurados ciudadanos que suben al trigésimo segundo pido o viajan a su lugar de trabajo. Pocos atenienses, apunta también Olalla, subían a la Pnyx, la colina cercana al ágora donde se reunía la Asamblea, sin haber discutido previamente en zapaterías, pórticos y tabernas los temas que se proponían para votación. Si los atenienses hubieran subido a la Pnyx en ascensor desde el ágora, o se desplazaran en metro desde las afueras de la ciudad, Atenas habría sido muy diferente. La democracia moderna es una democracia de carretilla, ascensor y metro, pero es imprescindible que mantenga espacios donde los ciudadanos puedan encontrarse con calma y sin un televisor escupiendo imágenes que dirijan la conversación. Necesitamos una zapatería como la de Simón en la que poder charlar con tipos como Larry David, ese Sócrates de Brooklyn.

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