El otro día escuché a alguien decir que ya no hay lugares en Alicante para comer un buen arroz. No lo creo, pero la verdad es que nos dejó La Goleta, El Delfín y algún otro algo huérfanos. Ahora degustamos un arroz de pato con cocochas a la tinta negra y nos quedamos más a gusto que un arbusto.

Hace poco en Dénia se nos cayó el alma a los pies cuando vimos que el Gavilá, el Negre de toda la vida, había desaparecido con la jubilación de su dueño, tuvimos que vérnoslas con un arroz de setas, gamba cruda y foie que ni se acercaba a aquel arroz de huevas de caballa con cebolla. Allí tenían claro, los cocineros de la Marina Alta, que el arroz solo se podía comer de Dénia para abajo.

Esos lugares todavía honestos de la costa, donde degustar un buen arroz de esencia mediterránea y esos lugares de interior con los arroces de carne de granja y hierbas que los hacen tan singulares, son sitios que deberían ser protegidos. De alguna forma son garantes de la dieta mediterránea, de esa fantástica combinación de disfrute al aire libre, amistad y gastronomía de kilómetro 0.

Además, ese maremágnum del todo vale para los turistas nos desprestigia todos los días en la calle con esas horribles fotos de «paellas» que ofrecemos como si fueran castañuelas a precios de risa y a cualquier hora. Todo esto debe estar esponsorizado y apoyado, en la sombra, por el dueño de la patente del bicarbonato sódico.

Hay que cuidar nuestros tesoros. Aunque no sea por propio empeño, se respeta el arroz de Alicante en muchos sitios. Que me han ofrecido un arroz de pescado en Madrid y al decir que era de Alicante me han pedido perdón y me han ofrecido cualquier otra cosa. Que en el norte me han preguntado cómo lo hacemos y siempre le contesto lo mismo; como lo hacía mi abuela, con mucho cuidado. Que hemos hecho eventos en ciudades donde miles, para probarlo, han hecho más cola que para ver a Bisbal.

La clave del buen arroz, para mí, no son los ingredientes: ni el agua de aquí, que también, la clave es la experiencia, la sabiduría de la prueba/error. Es decir, el hacer todos los domingos arroz durante generaciones, ver cómo se hace, sus tiempos, sus medidas, su color, su aroma. Por eso, aun con mejores pescados, con mejores carnes, con mejor lo que sea, no puede salir igual en ningún otro lugar.

El saber hacer es el verdadero valor de lo nuestro. Seremos un desastre cocinando bacalao o haciendo morteruelo, o gachas, pero los arroces tienen una medalla de oro que pone Alicante Costa Blanca. No la perdamos.

Algunos de los nuevos restaurantes de culto ni se atreven a poner arroz en su carta, sabia medida pero cobarde. Aún con todo, cuando comamos un arroz fantástico, como me pasó en el pueblo de El Campello no ha mucho, cuando nos preguntan con valentía eso de ¿qué, com estaba el arròs? (obsérvese que es «cómo estaba» ya que esa cuestión solo se debe plantear cuando no has dejado un grá), lo suyo es contestar a la alicantina: no estaba mal.