El sábado por la tarde iba yo paseando con mi mujer por la avenida de Maisonnave, haciendo tiempo para acudir a las celebraciones en honor a nuestra patrona, cuando me comentó extrañada que caminando por la acera acabada de ver al señor del regaliz y no sentado en su esquina de hace más de un cuarto de siglo. Ella tiene la grandeza de anteponer siempre el calificativo de «señor» a la gente humilde, de cara noble y mirada limpia; nunca fue el hombre ni el vendedor de regaliz sino esa persona pulcra y callada a la que de vez en cuando le compraba un manojo a mi elección de su dulce mercancía.

Recuerdo de adolescente que iba con algún amigo a la zona del llamado Palmeral de la playa de Muchavista a extraer y cortar raíces de regaliz para después de bien lavadas, morderlas y succionarlas poco a poco. Mis padres me decían que era bueno para la garganta y el estómago además de persuasivo de fumadores; desde entonces lo tomo moderadamente ya que su abuso provoca hipertensión. Ahora mismo tengo en la cocina de casa dos «puros» atados en su original goma azul esperando su consumo.

Y he aquí que leo en INFORMACIÓN un reportaje magnífico de ese buen periodista y amigo que es José Manuel Caturla contando que a este señor llamado José López le han requisado dos policías locales la mercancía y además denunciado por carecer de licencia, prohibiéndole por tanto vender eso que ni es falsificación ni producto nocivo o de contrabando, pudiéndosele imponer una sanción ejemplar. Yo comprendo que hay que perseguir la venta ilegal pero a todos los niveles, o mejor dicho, empezando por arriba. Esta persona ya jubilada no está mandada por nadie ni siquiera vocea su producto; solo busca ganarse unos euros diarios con los que capear aunque sea modestamente su penuria y la de su familia.

Lo peor del caso es que cualquier día de la semana uno va por el centro de Alicante y se encuentra con mendigos tirados por el suelo, acompañados de perros o gatos, gorrillas que te amenazan si no les das dinero para «vigilarte el coche» o pedigüeños de un euro para un bocadillo. Curiosamente casi todos ellos bien cubiertos de tatuajes que supongo valdrá un dinero hacérselos. El lunes en plena Rambla, arriba y abajo, observo a hombres de mal aspecto, alguno tumbado en la acera, vendiendo objetos realizados con evidente maestría con latas de refrescos. A estos parece que aún no les ha llegado el policía de turno a evitarles su peculiar negocio. ¿O no acudirá nunca?

Ahí viene la indignación. ¿Por qué a unos sí y a otros no?; ¿por qué no se frena la mendicidad ejercida como negocio que tanto afea nuestra imagen de ciudad turística, ofreciendo unos servicios sociales a quienes de verdad necesitan ayuda? La tolerancia genera atracción para los que viven de la picardía y los policías locales, que deben ocuparse de casos de mayor enjundia, han de saber, primero, elegir la entidad de la infracción y, después, hacer gala de algo que se llama sentido común y sensibilidad.

Cómo me viene a la memoria la figura de aquel sargento de la entonces llamada Policía Municipal de nombre Pedro Morales Martín que era todo bondad y señorío cuyo recuerdo permanecerá indeleble en mi memoria cuando lo conocí en aquellos tiempos de dictadura donde el guardia de tu zona era casi de la familia, se le quería, se le llenaba de regalos en Navidad y, como en mi caso, me hablaba con enorme cariño y «multaba» el camión de juguete de aquel chavalín que era yo y lo paseaba tirado de un cordel por la Explanada.

Espero que al señor del regaliz se le pueda regularizar su situación; si tiene que pagar algún impuesto, que suba algo de precio su ya de por sí barato producto, que yo, y seguramente muchos más, iremos a buscarlo para agradecerle su humilde y correcto modo de endulzarnos un poco la vida que el sistema le ha amargado aún más.