La historia de los movimientos populistas se remonta a la Inglaterra del siglo XVII y de la Revolución Industrial. Naturalmente que ahora tienen otro sesgo, pero la historia está para comprobar cómo se repiten los comportamientos humanos. El populismo se define como la doctrina política que dice defender las aspiraciones e intereses del pueblo. Sin embargo, es evidente el rechazo que tiene este vocablo y lo que supone para una mayoría, sea el populismo de derechas o de izquierdas, político o incluso sindical. Porque se trata básicamente de una estrategia para acceder o conservar el poder, lo cual permite mostrarse en ideologías muy distintas.

¿Cómo es que el populismo de nuevo cuño prende tan fácilmente? La razón está en su origen. Se justifica porque el sistema político de un determinado país o conjunto de países funciona mal, como sería el caso de la Unión Europea, básicamente ante las excesivas diferencias e injusticias sociales, el desprestigio de la política, con la corrupción entremedio, y la crisis económica a la que no es ajena la globalización de los mercados que prima las ganancias selectivas y la socialización de las pérdidas. Ha sido la crisis deshonesta del Sistema la que ha abierto la puerta a los peores populismos en Europa. Cierto es que todos los populismos son demagógicos por definición pero algunos presionan al menos por una regeneración democrática que no permita detentar el poder a fuerzas económicas ajenas a la representación parlamentaria.

¿Responde el ascenso de fuerzas populistas a unas mismas causas en Europa y en Estados Unidos? Existen dos razones que se repiten en ambos casos. En primer lugar, se tambalea la fe en el crecimiento económico, que se creía indefinido, mientras se va instalando la impresión de que las nuevas generaciones vivirán peor que las precedentes. Por eso Trump pretende una huida hacia adelante con un plan estúpido de crecimiento insostenible. Y en segundo lugar, ha crecido el miedo a la pérdida de identidad nacional de las naciones con Estado provocada por la globalización fallida en sus promesas y por el miedo al diferente -no solo a los terroristas islámicos- que atrae a muchísimos votos. La crisis de la socialdemocracia ha hecho mucho daño viendo cómo la falta de controles democráticos nos obliga a aceptar como ley natural la avaricia de los bancos y los especuladores que desestabilizan a la economía real, y obviar el sufrimiento diario de asilados e inmigrantes que nos interpelan sobre nuestro Sistema.

Los extremismos populistas apelan a la víscera centrados siempre en el corto plazo tratando de envenenar a la opinión pública desde el miedo. Unos lo hacen aprovechando las graves fallas que observan en los partidos y gobiernos que se dicen no populistas. Mientras los otros, encarnados en dirigentes europeos empeñados en legitimar la realidad sociopolítica actual como inmutable, actúan como verdaderos populistas cuando se enfrentan a los populismos de signo contrario. Ambos se mueven en los extremos de la superficialidad de la política -la «política líquida» que diría el malogrado Bauman- sin aportar soluciones a los problemas de fondo.

Así las cosas, los nuevos populismos han llegado a la política para quedarse mientras persistan los graves ¿errores? estructurales que tantos votos les dan, ay.