La locutora de una televisión pública ya desaparecida dejando escapar un gallo involuntario, casi un aullido, cuando el puente de un río se vino abajo como un mecano infantil arrastrado por todos los torrentes del mundo; coches mecidos por aguas sucias como si fueran plumas entre avenidas mutadas en lagunas; chalets construidos en la feliz época en que cada trozo de tierra era un negocio pulverizados al desbordarse las ramblas; vecinos pegando puñetazos a guardias civiles y policías porque no querían abandonar sus casas mientras las llamas lamían ya el jardín donde jugaban los niños; mediterráneos que traían olas como rascacielos recuperando en apenas diez minutos todo el territorio que urbanizaciones y paseos marítimos le habían usurpado durante décadas; bosques que guardaban memorias de generaciones convertidos durante apenas un fin de semana en un páramo calcinado; casas hechas de pronto de barro con sus utensilios cotidianos, la televisión, el sofá, la vajilla, el ordenador, las bicis, tirados de cualquier manera en calzadas transformadas en lodazales; turistas saliendo en estampida con lo puesto, en bañador, en camiseta, porque el fuego de pronto había cambiado de dirección y había que evacuar el hotel o el camping echando leches; gente llorando, lo hemos perdido todo; gente llorando, hoy enterramos a nuestros muertos. Décadas y décadas así, cambiando los paraísos por infiernos. ¿Y todavía hay sesenta municipios sin planes de emergencia en estas comarcas? ¿Aún queremos más?
