esulta intrigante la fascinación que el hombre contemporáneo siente por las playas y que, por lo que sabemos, no ha sido compartida en todas las épocas. En nuestro tiempo esa estrecha franja litoral parece ejercer un potente magnetismo, que no solo causa una populosa migración anual, sino que concentra multitudes en un lugar que es casi un imposible: un ardiente y ventoso límite arenoso entre la tierra y el mar.

Desde luego que el abandono de las calurosas ciudades y el alivio veraniego del baño son la respuesta más inmediata. Pero, a mi juicio, hay algo más, incluso aunque no quepa esperar mucho consenso al respecto entre los felices bañistas. La playa es un lugar singular, un límite en el que se reúnen la mayor parte de los elementos del paisaje, pero, precisamente, reducidos a su forma elemental: agua, sol, tierra, viento.

Los cuatro elementos en los que la filosofía antigua había cifrado la composición del cosmos están allí reunidos y resumidos, formando estratos puros: tierra, agua, aire y fuego (su luz y calor). Y por eso se trata de un lugar y de un paisaje esencial, casi abstracto, al que solo falta la síntesis viva de aquellos cuatro elementos: el árbol. Pero a falta de árboles, los cuatro elementos aparecen en una composición todavía más primitiva, uno junto a otro, sin haber compuesto apenas mezcla alguna.

La naturaleza primitivamente abstracta del lugar no es en absoluto ajena a su poder de atracción. Se dirá, no sin cierta razón, que hace falta ser filósofo (que es como decir raro) y haber tenido mucho tiempo para divagar, para que la playa sugiera semejantes meditaciones. Pero, contra lo que se cree, divagar pude ser un buen modo de ir al centro de la cuestión, sobre todo si convierte en pensamiento lo que experimentan de otro modo los bañistas playeros más desprevenidos, a saber: con la piel. En efecto, sin la piel la playa resulta no solo inexplicable, sino insignificante, tal y como lo es para la inmensa mayoría de los demás animales incapaces de quedar expuestos en la piel de la que carecen y, por tanto, incapaces de desnudez.

Así que el lugar que es un puro límite entre elementos se experimenta desde el límite del cuerpo con el mundo. De hecho, ir a la playa es más un desplazamiento interior que exterior: ir a la playa es ponerse a uno mismo a la piel para entrar en contacto con el agua, la tierra, el calor y el viento con una inmediatez tan estrecha que se opera una cierta reducción interior a lo elemental. Así que el veraneo playero es, contra toda apariencia, un turismo metafísico, desapercibido si se quiere, pero encaminado a experimentar lo elemental del mundo y de nuestra presencia en él.

Admito que al proponerles esta interpretación sobre los baños playeros a mis colegas bañistas no he encontrado la comprensión esperable. Pero eso nunca ha desanimado a un filósofo. De hecho, la playa participa muy intensamente del efecto renovador de los baños: desprenderse de lo que nos mancha y sumergirse para reaparecer es como poder volver a empezar de nuevo, «como nuevo», decimos. El baño es la forma natural de un rito de renovación que es casi un bautismo psicofísico.

En innumerables culturas los ritos acuáticos han significado el renacimiento purificado y restaurado del que se sumerge y resurge repuesto en su principio, rejuvenecido. Y aunque se me acuse de promover el turismo playero de siesta y nevera, es necesario hacer notar que ese efecto renovador lo comparten la comida y el sueño. Así que el almuerzo playero seguido de una feliz somnolencia no es solo una asociación dominguera, sino una potente síntesis antropológica.

Una síntesis que señala -y constituye- al lugar donde se produce como el hogar, es decir, el sitio a salvo donde nos reducimos indefensos al principio para poder volver a empezar. Y de ahí que sea eso lo que sentimos en la playa y en la piel: que, a pesar de todo, el mundo sigue siendo hogar y podemos exponernos y hasta suspender la vigilancia sin temer daño, ni siquiera de las fuerzas elementales que lo componen.

Desde luego que se trata de una experiencia física, pero en el hombre casi nada físico se entiende bien sin lo metafísico. «La piel es lo más profundo que hay en el hombre», decía Valery, y así es, en efecto, porque la piel es el órgano de la presencia: nos tocamos -en ese gesto que llamamos caricia- para hacernos sentir que estamos ahí, y que ninguna forma de distracción nos ausenta. Y en la playa nos dejamos acariciar por los elementos del mundo que nos hacen sentir que estamos en paz, y que aquel es también el lugar donde se puede descansar.

Justamente lo contario de lo que sucede en las tormentas, cuando el aire, el agua, el rayo y la tierra tiemblan revueltos y desatados. Las tormentas debieron «atormentar» a los primeros hombres, pero todavía hoy nos recuerdan que el mundo puede ser un lugar terrible: los terremotos, avalanchas, diluvios, riadas, inundaciones, huracanes, rayos, erupciones o incendios son la forma letal del agua, el aire, la tierra y el fuego. A todos ellos se enfrenta la obra del hombre en la arquitectura y la ingeniería: edificaciones, puentes, barcos, aviones y caminos son frágiles victorias humanas sobre las fuerzas de los elementos.

Pero en la playa la proporción entre el hombre y el mundo se da sin esfuerzo o industria humana, como un lugar donde los elementos se liman el uno al otro para hacerse habitables por el animal que tiene piel y siente en lo físico lo metafísico de su presencia en el mundo.

Así pues, el turismo de sol y playa y el sapiens en bañador son un asunto mucho más serio de lo que pudiera parecer. Eso sí, a condición de que no nos lo tomemos demasiado en serio y en la playa siga siendo posible entregarse a aquella feliz somnolencia.