El planteamiento que hacen los nuevos dirigentes del PSOE sobre la cuestión nacional y la organización territorial del Estado no está contribuyendo a resolver el problema mediante un debate público razonado, como proclaman que es su intención, sino a enredarlo aún más. Es así por diversos motivos. En primer lugar, porque supone un salto cualitativo de gran calado en el discurso político del partido, que siempre se ha declarado partidario de un Estado federal, pero hasta la fecha no había reconocido el carácter plurinacional de España. En segundo lugar, porque el lenguaje utilizado traspasa los límites establecidos en la Constitución. En tercer lugar, porque ha dado alas a la formulación de proyectos dispares de federalismo por las distintas organizaciones territoriales del partido que gobiernan en las respectivas comunidades autónomas. En cuarto lugar, porque por lo dicho y por la desconfianza que envuelve desde hace tiempo la actitud de los ciudadanos hacia las instituciones, la relación entre los partidos y hasta su vida interna, la iniciativa socialista ha sido recibida con una mezcla de perplejidad y sospechas sobre su verdadera finalidad política.

Los mismos portavoces del PSOE han propiciado esta reacción. No han ofrecido una explicación clara y precisa de su propuesta, y en cuanto vieron que se encendía la polémica quisieron apagarla, dando por cerrado el debate. La sensación que transmite la dirección socialista es de confusión y nerviosismo, lo que en la actual coyuntura política abona cualquier tipo de especulación, desde pensar que se trata de una secuela de la pugna por el control del partido hasta considerar que el paso dado por Pedro Sánchez sigue la estrategia de recuperar votantes de Podemos, aislar al PP y crear complicidades con los posibles socios de un futuro gobierno. Como dijo Frank Luntz, respetado consultor político americano, en un libro titulado "La palabra es poder", en toda comunicación "lo importante no es lo que dices, sino lo que la gente entiende". Pero lo que la gente entiende también depende de cómo digas las cosas. Y, al respecto, los dirigentes socialistas están siendo poco claros y nada persuasivos.

España se define en numerosos textos académicos como un Estado plurinacional a partir de la diversidad cultural y lingüística y de la existencia probada de diferentes identidades en su ámbito espacial. Pero el uso del término "nación" en el lenguaje político tiene unas implicaciones que un líder que aspira a gobernar no puede desconocer. La mayor es la pretensión que se espera que tenga esa "nación" antes o después de actuar como sujeto político soberano, es decir, con derecho a la autodeterminación y que, por tanto, puede decidir por sí mismo la secesión y convertirse en un Estado independiente. Éste es el asunto sobre el que trabaja una comisión en el Parlamento vasco desde la anterior legislatura y el origen del conflicto institucional abierto en torno a la votación anunciada para el 1 de octubre en Cataluña. Los nacionalistas entienden que forman una nación que tiene derecho a actuar como tal, de forma soberana y que, en consecuencia, pueden elegir su destino político.

Pocas dudas caben sobre la defensa de los dirigentes socialistas de la unidad de España y de la soberanía del pueblo español, pero el acuerdo firmado por las comisiones ejecutivas del PSOE y el PSC, objetivamente, acerca al primero a los postulados nacionalistas y lo alejan del Gobierno. En el texto se propugna avanzar por el camino trazado en 2013 en Granada por el consejo territorial del PSOE, reconociendo el carácter y las aspiraciones nacionales de Cataluña en el marco de una reforma constitucional que transforme el Estado de las autonomías en un Estado federal. El problema es que una vez admitida la existencia de la nación, los nacionalistas pedirán para ella el ejercicio de la soberanía. Lo hicieron con rotundidad CiU, PNV y BNG al firmar en 1998 la Declaración de Barcelona, de marcado acento independentista, aún sin darse tal condición. En 2001 Pasqual Maragall presentó en el Club Siglo XXI de Madrid su idea del nuevo federalismo, especificando sus principios, su diseño y el modelo de sus políticas, pero tras afirmar que el Estado autonómico era en realidad un Estado federal, evitó expresamente detenerse en la cuestión nacional. El que después sería primer presidente socialista de la Generalitat demostró conocer a la perfección la extrema sutileza que puede haber en las relaciones entre la identidad nacional y la organización federal del Estado, dos cosas que, sin embargo, son de distinta naturaleza y conviene distinguir bien.

Los actuales dirigentes del PSOE decidieron introducirse en uno de los terrenos más arriesgados de la política contemporánea, pero al entrar en contacto con él, asustados por el revuelo provocado, optaron por retroceder. Son los demonios de la comunicación política. De acuerdo con Mark Thompson, presidente del "New York Times", que dio clases de Retórica en Oxford y ha escrito un libro sobre el fracaso del lenguaje público, en el mundo de la política las palabras no son sólo palabras, son acciones y tienen consecuencias. No es la primera vez que el líder socialista parece haberlo olvidado.