La última vez que hablé con Pepe Bevià fue hace una semana. Los dos éramos conscientes de que era una despedida que él sintetizó en una frase latina, como correspondía. Había tristeza pero, también, serenidad en sus palabras. Al final, acabamos hablando de política. Por supuesto. Y poniéndonos de acuerdo en una verdad, nuestra verdad, que no sería oportuno que yo contara aquí.

La primera vez que hablé con él fue en la Campaña de las Elecciones Generales de 1996. Yo encabezaba una lista, él iba el segundo de la suya. En realidad Pepe había estado ahí desde siempre. Ese «ahí» significa la democracia. Porque se filtra en todo recuerdo que yo pueda tener desde 1977 en relación con la acción política. Pero nunca habíamos coincidido realmente. En esas Elecciones, por los rigores absurdos de las convenciones partidarias, me tuve que negar a debatir con él en una emisora de radio: los cabezas de lista sólo podían debatir con sus pares. Él lo entendió sin problemas. Y yo me sentí profunda, íntimamente avergonzado. En esos pocos días, mientras disputábamos y competíamos, construimos una amistad inquebrantable. Hasta hoy. Y para siempre en el recuerdo.

Se prolongó luego en el mismo Congreso de los Diputados y, después, cuando coincidimos en parvas aventuras del espíritu, como en el Archivo de la Democracia y en tantas iniciativas en la Sede de la UA. Y cuando le pedí consejo, consejo tuve: sabiduría culta, siempre útil. Tejimos así dos décadas de complicidades, de sugerencias de lecturas, de una amistad tranquila y madura como él era, como queda en la memoria de tanto discípulo.

Amigo, pues. Y mi maestro en tantas cosas. Y compañero. Porque Pepe, que en muchos sentidos ha sido el mejor político de Alicante en toda la democracia, es una muestra indeleble, imprescindible, para recordarnos -magisterio final- que las cosas no siempre fueron como han llegado a ser. Nunca militamos en el mismo partido, y siempre nos sentimos copartícipes de los mismos sueños y hablamos en un «nosotros» colectivo y compartido: así podría ser la izquierda si no nos empeñáramos en cargar con las pesadillas de las quiebras perfectamente evitables. Si ahora echo la vista del alma atrás encuentro en Pepe un símbolo preclaro de cómo la ética se encarnaba en la política. Y que hacerlo significaba, ante todo, ser capaz de atreverse, escapar del marfil de su plausible torre escrita en latín y griego -¿a quién llamaré ahora para consultar etimologías?-. Ética, cultura y política han perdido su vecindad en los últimos tiempos. Para Pepe fueron las notas mismas, imprescindible, de su melodía vital. Ojalá sea, para muchos, un espejo.

Un día, en la Tribuna del Congreso de los Diputados, me dio un mareo. Pepe presidía el debate: me giré a él y le dije: «Pepe: no puc» -siempre hablamos en valenciano-. Y paró la sesión. Ahora no vale decirle eso. Ha caído el silencio sobre todas las tribunas de muchos corazones. Adiós, Pepe: luego, en la intimidad, te leeré ese verso de Seferis que tú sabes. Hasta siempre, maestro, compañero, amigo.