Hace unos años, mi buen amigo Javier de Lucas me invitó a escribir una monografía para la deliciosa colección «Cine y Derecho». Elegí «JFK», la apasionante película de Oliver Stone sobre el asesinato del Presidente Kennedy. No sé si el resultado aportó algo a los lectores, pero a mí me sirvió para meditar sobre las creencias en las conspiraciones. Cuando lo presenté, un ciudadano me preguntó si revelaba quién fue el asesino. Obviamente no. Ni yo ni nadie lo hará. Porque a nadie que formule esa pregunta le servirá ninguna respuesta. Porque saber definitivamente (¡) quién acabó con JFK significaría para su secta de creyentes que su muerte fue en vano. Quizá algún día se descubra algo inesperado pero, tras estudiar bastante la cosa, lamento comunicar que, aunque adolezca de fallos, la tesis de la «Comisión Warren» que hace a Oswald asesino solitario, es la más solvente. Y, sin embargo, la película persuade al espectador de que no es así. Esa es su grandeza. ¿Dónde esta el truco? Cuatro son las razones principales: A) La presentación de las fuentes de sospecha son cinematográficamente más potentes que las que defienden lo prosaicamente oficial. B) Se acumulan todas las dudas posibles, aunque no exista conexión entre ellas: el espectador no podrá advertirlo. C) Las sospechas vertidas sobre algunos protagonistas contaminan de culpa todos sus actos, aunque no se aporte prueba suficiente. D) Se atribuyen a Kennedy una serie de virtudes e intenciones -por ejemplo sobre Vietnam o los Derechos Civiles- que son históricamente falsas, y la conspiración se realizó, supuestamente, para evitar esos buenos deseos. O sea: el auténtico y victorioso conspirador es Stone.

Viene esto a cuento del aluvión de opiniones en torno a la muerte de Blesa que desacreditan de antemano cualquier investigación forense, policial y judicial. No he leído ni un solo mensaje en las redes que ofrezcan una tesis alternativa, ni un sospechoso concreto plausible. Pero eso parece no importar a los que están disfrutando de lo lindo con el asunto: cuanto mayor sea la ausencia de certidumbres mayor será el nivel de confirmación. Y se me dirá: ¿sería la primera vez que un asesinato es hecho pasar por suicidio? Claro que no. Pero sospechamos aquí porque Blesa era muy rico y corrupto. Ergo? Desde luego, no hay lógica que valga. Pero, de nuevo, eso es otro indicio: los que hacen estas cosas, es sabido, son profesionales, y la ausencia de pruebas es la mejor prueba. ¿Quién sería el asesino? Parece latir la idea de «un político» que podría salir beneficiado del silencio definitivo del cazador cazado. Cierto es que no sabemos porqué, hasta ahora, Blesa guardó silencio y ahora podría hablar -¡otro gratificante misterio!-, y nadie da en pensar que quizá sea más plausible que un banquero mate a un político que al revés.

La cosa no tendría más importancia si no fuera porque la avalancha de sabios convencidos de la conspiración es una consecuencia de su rabia contra la corrupción. La mala noticia es que así no se combate ni previene la corrupción, que más que furia exige reflexión serena y la luz de la certidumbre antes que la sombra de la duda. Por la misma razón, bastantes de los que en las redes abonan la teoría conspiratoria tienen a gala, con diverso énfasis, no lamentar la muerte de Blesa. Deberían hacerlo para mantener un vestigio de racionalidad: si quien lo mató lo hizo para silenciarle porque sabía que iba a colaborar con la Justicia, es una desgracia colectiva su muerte. Pero esto no importa: de nuevo lo esencial es mostrar la cólera acumulada.

Lo razonable sería que defendieran la instauración de la pena de muerte para los corruptos. Si no es así es porque en el troquel de cierto progresismo, más dado al sentimentalismo que a la razón, se pueden establecer compartimentos estancos. Personalmente, me he alegrado de la muerte de alguien muy pocas veces, siempre en casos de genocidas. Y siento vergüenza de haberlo hecho. La muerte no es un argumento: la nada nada arregla. Cuando alguien se alegra de la muerte de otro -aunque sea un corrupto- es que fracasa todo nivel de argumentación plausible y los malos han dado un paso para ganar la partida: han corrompido la fibra moral de los críticos, el justo lleva camino de convertirse en justiciero, y la Justicia en venganza. Alguien me acusó de hipócrita por decir algo así en un debate improvisado en facebook. Absurdo: yo critiqué a Blesa, símbolo de abyección, por sus actos en vida, y los sigo criticando muerto, pero de ahí a desear su muerte hay un trayecto que no debe ser recorrido. No por respeto abstracto al muerto, sino por respeto concreto a los vivos: es la dignidad democrática la que nos lo exige. En democracia no puede haber enemigos generales y permanentes.

Aquí está la clave: si hay alguna esperanza en erigir una sociedad razonablemente liberada de corrupción, o con tasas minúsculas de ella, no podemos imaginarla construida esencialmente a base de la imposición de castigos -también así se contribuye a la ideología de un «Estado de seguridad» crecientemente cruel-. Quizá haya que tipificar nuevas conductas como delito e incrementar algunas penas. Pero mucho más importante es generar una democracia con altas dosis de confianza y diálogo. Si pensamos que sospechando sistemáticamente, insultando y despreciando, habrá una mejor democracia, estamos listos.

(Incidentalmente: me hace una cierta gracia ver a algunos iracundos profetas de la sospecha clamar en las redes contra la corrupción. Cuando hubo que hacerlo en las calles, firmando manifiestos -eso tan peligroso- o acudiendo a los tribunales, yo no les vi. Pero, claro, es bien posible que estuviera abducido por los marcianos. La verdad está ahí fuera. Feliz verano).