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Zombi

Esta semana pasada murió George A. Romero, el maestro de la casquería y el tripicallos, el maestro del terror de víscera y mondongo, el pionero de ese extraño género, ahora viral, que es el fenómeno zombi. Reconozco que antes de empezar a escribir esta fruslería que paso a endosarles, he visto por tercera vez «La noche de los muertos vivientes» por mor de documentarme y rememorar los terrores que antaño me quitaban el sueño. En esta primera entrega, precisamente, la víscera y el mondongo brillan por su ausencia, de ahí lo meritorio de su factura, que aún sin sangre ni tripas, al espectador no se le quita la cara de susto en hora y media. La cinta es un escalofrío desde el primer fotograma al que acompaña una banda sonora que ya de por sí, te pone en situación de alarma ante lo que ha de acontecer. Un coche avanza por una vasta llanura solitaria.

Dos hermanos van a depositar una cruz con flores en la tumba de su madre. Comienza a tronar. No hay nadie excepto una figura que se comporta de un modo extraño y avanza lentamente hacia ellos. El chico es atrapado y la chica huye despavorida con los pies descalzos como la Beatriz de «El monte de las ánimas» de Bécquer. Encuentra una casa abandonada y se atrinchera en ella.

Pierde la razón y la casa se va nutriendo de supervivientes. El blanco y negro es de una densidad febril. La iluminación, un prodigio, una lección magistral de cómo atrapar al que mira en un ambiente sofocante, casi irrespirable. Uno, que le viene a ustedes a ser cinéfilo hasta las cachas, que analiza cada fotograma, cada golpe de efecto, cada cambio de iluminación y que se traga hasta los títulos de crédito, puede asegurarles sin margen de error que «La noche de los muertos vivientes» no es una película de terror sino un poema terrorífico, con un presupuesto ridículo y con diez o doce amiguetes como actores. Mis alumnos suelen preguntarme a menudo cuál es el mejor material para pintar o dibujar. Yo siempre les contesto lo mismo: cuando hay talento y algo que decir con un desconchón de yeso de una pared y un trozo de tabla se puede hacer una genialidad. George A. Romero hizo una obra maestra con una tiza.

Sí, reconozco que me gusta el género zombi. Las hay mejores y peores. Más truculentas y más suavecitas. Con el gore más guarrindongo me descojono de risa. Yo creo que lo zombi es una metáfora sangrienta, llevada al extremo, de lo que han sido todas las sociedades a lo largo de la historia. Guerras por el poder, traiciones, sediciones, asesinatos, ajustes de cuentas, canibalismo, en definitiva. Yo no sé ustedes pero en mi caso, a una edad que se acerca peligrosamente a la provecta, me he sentido continuamente devorado. En el colegio, en la mili, en la facultad, en cualquier ámbito de mi vida he sentido cómo muchos me comían la merienda y a mí mismo al grito de «quítate tú pa ponerme yo» y uno que es de natural hebén, chirle y un si es no es insustancial y protogilipollas, pues se ha dejado. Ahora bien, el problema surge cuando el devorado no es flor de debilidad, se parapeta y comienza a su vez a devorar y a robar meriendas. Se convierte en un depredador más. Está infectado. El virus está en marcha y los caníbales se convierten en legión.

Por otra parte, ¿quién no ha tenido alguna vez al lado a un imbécil, a un hijo de la grandísima puta, a un traidor, a alguien que le ha humillado, robado, apuñalado por la espalda, vilipendiado, ultrajado, maltratado? ¿Quién no se ha sentido devorado por un tragaldabas sin escrúpulos?

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