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Tomás Mayoral

Nada nuevo...

En realidad, no han cambiado tanto las cosas. La música nunca fue suficiente para atraer a las masas a esos antros de perdición (como Mae West, cuando son 'malos' son mejores) que son las discotecas. Aunque es verdad que servía como sutil forma de selección del público con el que se llenaba el local. Por mucho que le pese a David Ghetta, la liturgia, y la utilización del término no es inocente, de estos locales requiere siempre de formas de transgresión, léase alcohol y drogas, legales o no, que van más allá de la música o que necesitan complementarla. Es ese cóctel de sensaciones múltiples el que sume al parroquiano en distintos estados alterados de conciencia. Que en esos estados el sexo aflore, aunque sea metafóricamente, es algo que siempre estuvo tan presente en estos locales como la bola de espejos. Podría parecer novedosa la presencia de 'strippers' masculinos y que ahora sean las chicas las que se empoderen (siempre en grupo) al ver cómo se contonea un musculado muchacho. Pero, aunque estén en su derecho, es lo mismo que pasaba, pasa y seguirá pasando con los chicos que alimentan sus fantasías con las go-gos femeninas que ancestralmente formaron parte del paisaje de las «discos».

Ni siquiera es nuevo que los menores jueguen a ser mayores e intenten, otra vez lo prohibido, meterse allí donde la ley no se lo permite. Los adolescentes aman el peligro porque no saben lo peligroso que es. Tan poco original como que los dueños de las discotecas elijan el negocio antes que el rigor. Saben lo que se juegan.

Lo único que sí ha cambiado es el reguetón. En este caso (y ahí me planto) para peor.

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