Uno de mis temas recurrentes a lo largo de mi vida han sido las palabras, esas piezas de formas y sonidos casi infinitos que encajan unas con otras y hablan, cuando el que las maneja es diestro. Son, en sí, las auténticas artífices de nuestro lenguaje y este, el instrumento más valioso que haya creado el hombre. Ellas nacen, crecen, se desarrollan, envejecen, como nosotros los humanos, y en cuanto la sociedad cambia sus usos y costumbres se transforman en casi invisibles y ya nadie las usa. Entonces, ¡ay!, entonces la Real Academia de la Lengua las coloca en una hornacina, les cuelga el cartelito de «en desuso», o «arcaicas» y se acabó.

Pues bien, al hilo de este preámbulo vengo a hablarles de acontecimientos que tuvieron sentido gracias a ellas. Lo que les cuento sucedió a principios de los años 50, cuando los de mi generación acabábamos el bachiller y dejamos atrás aquella adolescencia cargada de ejercicios espirituales, sermones, puntos de la Falange y cielos que conquistar a base de sacrificios. Fue entonces cuando nos desparramamos por todas las Universidades del país, y en las primeras vacaciones de Navidad nos volvimos a encontrar con jolgorio. Encontramos nuestro pueblo sin cambios, y en la esquina que daba a la Corredera seguía incólume el Café Marfil, con aquel aspecto de burgués acomodado (hoy desaparecido por la eclosión de un maldito banco). Allí trabajaba desde el principio un camarero, hombre de porte serio pero amable y sobre todo artífice de un excelente café. Las tertulias eran habituales y los tiempos del aperitivo parecían sagrados. Domingos de misa, paseíto por la Glorieta o el Parque, el periódico doblado bajo el brazo para ser leído en el sillón de casa con el café y la bandejita de pasteles... Los artistas y poetas solían recalar en los bares de la Plaza Mayor, calle del Carmen y adláteres en donde las tertulias eran de alzar más la voz. Flash de Elche en aquella primera mitad del siglo XX.

Pasando los años uno de aquellos compañeros de bachiller, que vino a ser también uno de mis mejores amigos, me contó la anécdota que viene a entroncar con mi aludida pasión por las palabras. Él me dijo que siempre había tenido el deseo de entrar en el Café Marfil a tomar un aromático café y leer la prensa «como los hombres». Y un día, armándose de valor, dinero para el café, y sintiéndose ya universitario, entró en el Sancta Sanctorum de los adultos, vio una mesita rinconera y se sentó. El camarero aquel -todo un personaje en la ciudad por su buen hacer- acudió al verle. ¿Qué va a ser? Un café solo, por favor. Mi amigo alcanzó un periódico que a mano había y disfrutó de su deseo plenamente. Puede decirse que gozó del momento. Así que, otro día, armándose de las mismas armas de las que había echado mano la vez anterior volvió al café, se sentó en la mesita rinconera y esperó al camarero que ya venía con el periódico en la mano. Y antes de que mi amigo dijera nada, se dirigió a él con estas significadas palabras: Aquí tiene su periódico, ¿y lo de siempre, señor?

Mi amigo quedó perplejo. Sabiendo yo su natural reflexivo, imaginé por dónde fueron sus desorientados pensamientos. ¿Te has fijado? -me dijo- Esa actitud no la tiene más que UN BUEN PROFESIONAL

Y yo vi su palabra, PROFESIONAL, llenándose de contenido allá donde se impone el buen hacer de las personas. Compañera de «honorable», «digno», «respetable», «confiable»... Un vocablo casi arcaico tal y como van hoy las cosas. Total: mi amigo encontró el deslumbrante valor de su palabra a través de la experiencia y la vio viva, caminando, evolucionando tal y como lo hacemos los seres humanos. Vistas así, desprovistas de lo cotidiano y llenas de contenido, aprendió a valorarlas. Desde entonces, y con frecuencia, me he parado a pensar en otras que, como «profesional», me sorprendieron y una de ellas es, cómo no, «DEMOCRACIA», que se me presentó novedosamente viva a través de otro hecho cotidiano. Fue esta vez en Londres, casi al mismo tiempo que mi amigo se enfrentaba al camarero del Marfil: andaba yo con mi anfitriona paseando por una de las largas vías que cruzan la ciudad cuando apareció una manifestación por el fondo de la calle. Filas de policías con sus caballos parecían andar dirigiéndolos hacia no se sabía dónde. Yo estaba asustada pero mi amiga, para mi asombro, contemplaba el hecho con suma tranquilidad. Y tras esfuerzos ímprobos a causa del concepto que yo tenía de «la cuestión política» de entonces, en pleno Franco efervescente en España, lograron hacerme entender que aquellos ciudadanos se estaban manifestando contra la Reina porque querían la independencia de su país, Chipre, dominado aún por la Commonwealth. ¿Y la policía?, pregunté. Están ahí para que tengan la posibilidad de protestar sin ser molestados. Tienen derecho a hacerlo. Lo exige la DEMOCRACIA. Y la palabra me sonó a mí como a mi amigo aquella otra en el Café Marfil. Se desprendió de los libros de Historia y al momento se la vio vigente. Aunque esa noche, ya en la cama, recuerdo que escuché una gran actividad en mi cerebro: eran las neuronas que luchaban por encontrar el camino hacia la comprensión. Les costó bastante adecuarse al nuevo concepto y en mis sueños apareció Pericles y les mostró a esas desmadradas el significado vivo de aquella palabra, que voló con PROFESIONALIDAD hasta hoy. Y yo me pregunto? ¿Estarán ya las pobres a punto de subir al podio de su silenciosa hornacina?

P.D: Por favor, Cielos, si existís, no consintáis que la Real Academia de la Lengua, revuelta como anda últimamente, nos cambie nuestras palabras de siempre por emoticones?