- ¿Dónde vas?

- Por ahí

- Un poco lejos, ¿no

Cara de acelga, 1987

Ha dejado escrito Enrique Vila-Matas en su libro El viaje vertical (Anagrama, 1999) que viajar es «un clima, un estar a solas, un estado discretísimo de melancolía y soledad». Con este punto de partida me gustaría invitarle a usted, lector, a reflexionar sobre si hoy día todavía puede existir alguna diferencia entre un viajero y un turista.

Gracias al abaratamiento del precio de los viajes, en los últimos años se ha producido un exponencial aumento de personas que viajan. A ello se une que la televisión, internet y las redes sociales han posibilitado conocer de cerca cómo es cualquier lugar del mundo a través de una pantalla.

Hasta comienzos del siglo XX determinados monumentos como el Taj Mahal, la Acrópolis o la Alhambra formaban parte del imaginario colectivo de los países más avanzados. Rodeados de una cierta leyenda, sólo un grupo de privilegiados los visitaban y, a veces, escribían sobre ellos. Desde mediados del siglo XVI hasta que se generalizaron los trenes en Europa a mediados del siglo XIX fue costumbre entre las élites europeas sobre todo inglesas llevar a cabo el llamado Grand Tour; un viaje de varios meses de duración que atravesando el centro de Europa llegaba hasta Italia y Grecia y que en algunos casos incluía una muy atrasada España. Destinos que quedaron reflejados en libros como Una habitación con vistas, de E. M. Forster; La biblia en España, de George Borrow o La historia de San Michele, de Alex Munthe.

Existe una idea preconcebida de que viajero es algo positivo porque se asocia con viajar por lugares desconocidos, a la aventura. En cambio, ser un turista significa formar parte de la marabunta, de grupos que inundan las ciudades precedidos por un guía con un banderín o que son llevados en masa a hoteles de Punta Cana aislados de la población local. Los que tenemos cierta edad recordamos que la moda del Caribe comenzó en España a finales de los años 90 con aquel famoso anuncio televisivo que nos avisaba de que Curro se iba al Caribe.

Si la literatura de viajes actual no tiene nada que ver con la que se hacía hace 30 o 40 años, resulta lógico pensar que la forma de viajar también haya cambiado. Si admitimos como cierta la distinción entre viajero y turista así como el carácter negativo que tiene el concepto de turista y que, por tanto, todos queramos ser viajeros, nos queda tratar de definir la fina línea que separa ambos conceptos para saber si somos una cosa u otra o si, lo más habitual, en algún momento de nuestras vidas los hemos alternado.

Dijo Ryszard Kapu ci ski que viajar no es otra cosa que querer saber cómo viven las personas que se encuentran al otro lado de una montaña. Desde que el historiador griego Heródoto sentó las bases de la geografía y de la historia documentadas en los viajes hace casi 2.500 años, ha existido siempre la tendencia de algunas personas de querer saber cómo viven los demás, sus costumbres, sus sueños y anhelos. Pero también, y esta creo que es una de las diferencias entre un viajero y turista, la necesidad de dejarlo todo atrás como una prueba a uno mismo. Si en nuestras ciudades y en nuestro entorno (lo que ahora se llama zona de confort) estamos rodeados de personas que nos conocen la vida suele resultar fácil. En cambio cuando viajamos por un país extranjero donde no importamos a nadie ni nadie nos conoce nos demostramos a nosotros mismos de qué pasta estamos hechos.

Recuerdo a un directivo de una conocida empresa alicantina al que no le gustaba salir de su pueblo que un día fue a visitar una de sus sucursales en Vigo. Lo primero que hizo cuando llegó fue quejarse amargamente de que en su pueblo era Dios pero que fuera de allí nadie le hacía caso. Viajar, sobre todo solo, te convierte en un ser anónimo que tiene que depender de sí mismo para evitar ser engañado con pequeños timos inevitable en ocasiones, encontrar algún transporte y comer y dormir en lugares donde nadie habla una sola palabra de inglés.

Pero lo que diferencia sobre todo a un turista de un viajero es la actitud. Un turista es aquel que viaja en grupo, no tiene ninguna comunicación con la población local del país que visita y desde que llega está deseando volver a su ciudad. Un viajero, por el contrario, utiliza el transporte público del país que recorre, se hospeda en hostales del centro de las ciudades y no tiene problema alguno en relacionarse con la población local. Sabe que viajar, en ocasiones, es difícil pero la necesidad de ir más allá lo inunda todo. Cuando regresa a su ciudad su mente continúa durante unos días más en el país donde estuvo y en el que a pesar de las dificultades ha sido inmensamente feliz. La escritora Annemarie Schwarzenbach lo llamó el rígido dolor de la despedida.