Siempre se ha dicho que el papel es muy sufrido y admite cualquier cosa que queramos plasmar en él y desde que las nuevas tecnologías entraron a fondo en la sociedad, tenemos mucho papel por consumir, pero ahora de forma pública y notoria para todos los públicos sin excepción. Son más de mil millones de páginas las que pueden circular por Internet, pero además tenemos otras herramientas, como las redes sociales, donde la circulación es vertiginosa, con más de cincuenta mil tuits por segundo, por ejemplo. En ese macro mundo de comunicación las meteduras de pata son más que probables y pueden tender al infinito.

Por supuesto, lo más interesante de todo este mundo de la comunicación instantánea es que podemos estar conectados las veinticuatro horas del día leyendo todo lo que queramos, según nuestra disponibilidad o estado de ánimo. Lo más patético es que la probabilidad de que la mayor parte de lo que encontramos en Internet sea pura basura tiende al 90% (según la ley de Sturgeon). Otras leyes, como la ley de la exclamación que promulga que a mayor cantidad de signos de interrogación en las páginas o las redes, mayor probabilidad de que sean mentira, o la ley de Godwin donde la probabilidad de acabar hablando de los nazis aumenta a razón de que el debate se alargue, hacen de Internet un submundo de despropósitos.

La grandeza de Internet sigue siendo su facilidad de uso y, sobre todo, la libertad de poder expresar todo aquello que se considere, sea pertinente o no. Posiblemente en este punto es donde encontramos esa tendencia de la ley de Sturgeon, ya que cada persona puede tener a bien decir lo que se le antoje sin reflexión previa o, simplemente, porque es incapaz de reflexionar. Aquí aparecen los tontos del haba que quieren alcanzar la fama mundial en pocos segundos y lanzan al ciberespacio las gilipolleces más monumentales para intentar hacerse un hueco entre los que ingresan pingües beneficios con ese uso indiscriminado de idioteces en cadena, que los hay.

Existe una fina y tenue línea entre el internauta y el «interpanarras» donde se entrecruzan los deseos de fama, cueste lo que cueste, y la cordura mínima para hacer de la comunicación una herramienta útil y racional. El último «interpanarra» que ha saltado a los medios es un adolescente maño que no calculó la extensión de su gilipollez y le ha saltado en la cara. Desde luego la fama la va a tener, pero por estúpido. Después vendrán las consecuencias, que en estos casos de personas anónimas son mucho más contundentes y rápidas que en aquellos que se dedican a la política u otros menesteres similares.