Siempre recordaré aquella tarde. Esos angustiosos y dolorosos momentos. Eran cerca de las nueve de la noche de un jueves, que empezó como cualquier otro día de verano, para acabar convirtiéndose en una fecha grabada en el corazón de todos los españoles. Al entrar en casa, contemplé a mi madre llorar frente al televisor. Era un 10 de julio de 1997. Tenía 10 años.

El motivo de su cara estremecida era la foto de un chico joven, concejal del PP en el País Vasco, de Ermua resonaba la televisión. Miembros de ETA - ese grupo que hasta entonces nadie me había sabido explicar ni razonar por qué mataban, seguramente porque nadie, salvo ellos y sus cómplices lo podían hacer- habían secuestrado a ese muchacho normal. Para liberarlo, exigían al gobierno el acercamiento de todos los presos de esa banda al País Vasco en 48 horas. De lo contrario, lo matarían. La hora límite eran las 16:00 horas del sábado 12 de julio.

Su padre, Miguel, se enteraba en la puerta de casa. Su pueblo, a las pocas horas ya estaba en la calle. Portaban humildes folios con el lema ´Miguel Te Esperamos´. Sus inocentes manos cobijaban velas. Sus desgarrados rostros lucían lágrimas mientras clamaban a los asesinos la liberación de su vecino.

Manos blancas teñidas de democracia frente a las manchadas por la sangre de la violencia. Así amaneció mi pueblo, Monóvar, y España aquel viernes por la mañana. Con las calles se levantaron silenciosas pese a la multitud. Tranquilas pese a la agonía colectiva. Deseosas de buenas y prontas noticias. Nadie nos podíamos quitar de la cabeza a aquel chico de Ermua, al que ya por entonces todos llamábamos Miguel Ángel. Fue entonces cuando en un folio de un cuaderno del colegio -que había sobrevivido sorprendentemente a los avatares del curso escolar y a la imaginación de un niño de apenas una década- dibujamos en familia, en comunión, un lazo por Miguel Ángel y encendimos una vela por su vida.

Asistí emocionado a las concentraciones y manifestaciones, enganchado, en familia y en vilo, a la televisión. Por primera vez, solo se distinguían etarras y demócratas. Más allá de éstos últimos, millones de personas en miles de plazas y pueblos de España. Más allá de los primeros, que permanecían esconcidos, la nada, la ausencia de humanidad, de razones y de escrúpulos. En un primer momento, creía que había que hacer lo que fuese necesario para liberar a Miguel Ángel. Como tú. Como todos, seguramente. Unas horas después comprendí que no. Que la libertad y la vida es un bien innegociable. Imposible de ceder, especialmente con aquellos que una vez se lo has cedido, jamás te lo devolverán.

Aún hoy creo que aquel sábado 12 de julio ninguna familia comió en España. En nuestra mente y corazones había una hora marcada: las cuatro de la tarde. Al repicar las campanas rezamos. Aquella vela, incandescente y luminosa desde el día anterior, junto al lazo en un papel de cuaderno con flecos, seguían albergando esperanza. Minutos más tarde, Rosa María Mateo, en antena 3, dio la fatídica noticia. En un bosque habían encontrado a un joven maniatado, encapuchado, con dos cobardes tiros en la nuca. Horas más tarde, se confirmaría que era Miguel Ángel. A la madrugada, su vida se apagó. Si bien, aquellas balas etarras jamás apagaron mi vela, y la de cada uno, de la libertad. Había nacido el espíritu de Ermua.

Diez años más tarde, y gracias a la hoy diputada nacional Belén Hoyo, y al por entonces vicesecretario nacional de NNGG, César Sánchez -hoy presidente de la Diputación de Alicante-, asistí a uno de mis primeros actos como afiliado a la misma organización política que Miguel Ángel. Era la Escuela Nacional que llevaba su nombre, con motivo del X Aniversario de su asesinato. En un autobús, cerca de una veintena de jóvenes valencianos de NNGG, estuvimos tres días en Bilbao y en Ermua. Un viaje que marcó mi vida y mi visión de la política. Fuimos escoltados en todo momento. A la llegada al palacio de congresos Euskalduna, nos ´recibieron´ en coches y con insultos miembros del sindicato proetarra LAB. No pasé miedo. Pero si eché de menos la libertad, un privilegio en aquellas hermosas tierras del que solo disfrutaban quienes pensaban como los etarras. No, aquello no era libertad pensé. Pues en aquellos días, ETA continuaba matando.

Visitamos la tumba de Miguel Ángel Blanco en Ermua -hoy trasladada a Galicia tras continuos actos vandálicos- , conocimos a sus padres, su familia y a su hermana Mari Mar. Volví distinto, diferente. Había conocido lo que era vivir, por unos días, sin libertad y bajo el yugo de la imposición. Me prometí a mí mismo, que desde entonces, siempre abanderaría y defendería algo tan básico en mi entorno cotidiano, como era la libertad, pero que en aquella parte de España llevaba cuarenta años en standby.

Hoy, 20 años después, volvemos a recordar aquellos fatídicos días de julio. Reflexionando sobre lo que supuso Miguel Ángel, leo atónito la polémica, con la que unos pocos, han querido manchar la imagen de quien nos unió, sin saberlo, frente al terror.

Homenajear a Miguel Ángel es honrar a todas las víctimas del terrorismo. Precisamente porque desde su asesinato, las familias de los asesinados por ETA comenzaron a visualizar un reconocimiento y protección públicas. Continuar en ese marco de discusión es entrar en el juego de los que no quieren homenajear a Miguel Ángel Blanco. Un marco interesado para ocultar su ausencia de valores y vergüenzas. Pues jamás han defendido a las víctimas del terrorismo. Más bien, han justificado e incluso entendido las razones de sus verdugos etarras.

El tiempo, ese juez inexorable en la vida y en la historia de las naciones, ha demostrado que existe un antes y un después al secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Es una verdad incuestionable. Tan real como que no se le puede pedir que participe del Espíritu de Ermua a quien jamás ha creído en él.

Miguel Ángel fuimos todos, fundamentalmente, porque cualquiera de nosotros podría haber sido Miguel Ángel.

Porque atentaron contra un joven más, un joven normal. Que como cualquiera de nosotros, había estudiado, tenía un trabajo, novia, amigos y aficiones. Como la música y su grupo. Estaba lleno de vida, ideas y proyectos, como el del coche del que ya había entregado una señal y le llegaría en septiembre.

Miguel Ángel fuimos todos, porque atentaron contra un vasco, un español más. Nieto de unos abuelos, que como los de todos, vivieron el enfrentamiento entre hermanos en una guerra civil. Hijo de unos padres que habían hecho desde el diálogo y la reconciliación anónimas, la Transición.

Miguel Ángel fuimos todos, porque era un verdadero demócrata. Que dio un paso al frente, que quería participar de la vida pública. Ayudar a sus vecinos, a su pueblo a progresar. Quería defender sus ideales, en los que él creía: la verdad y la democracia. Era un valiente que se sentaba en los plenos de su ayuntamiento y llamaba por su nombre a los etarras: ASESINOS.

¡Vascos sí, ETA NO!, ¡ETA, aquí tienes mi nuca!, ¡Basta Ya! Fueron nuestros lemas frente al miedo. Esa sensación, que gracias al espíritu de Ermua desterramos de nuestras vidas. Los españoles y los demócratas por primera vez nos convencimos de nuestra superioridad moral, ética y humana de aquellos salvajes. Una superioridad hasta entonces solo latente, que gracias a Miguel Ángel y la sociedad se evidenció. Se hizo patente.

La rabia, la impotencia y la indignación solo empuñaron un arma: la palabra. Aquella que usan los valientes y quienes creen en la democracia.

Por todo ello, en el último congreso nacional de NNGG en Sevilla, el pasado mes de abril la organización por la que luchó y creyó le otorgó el título de presidente de honor a título póstumo. Un nombramiento, merecido, justo e histórico del que pude ser partícipe al reflejarlo en los estatutos nacionales como coordinador de los mismos.

Desconozco si mi papel en la vida política será más o menos longevo o importante. Tampoco me preocupa. De lo que estoy convencido es que Miguel Ángel Blanco Garrido supuso un ejemplo en todas las personas y generaciones que vivimos aquellos imborrables, a la vez que imperdonables, días de julio. Un ejemplo de vida, dignidad, valores y libertad que debemos transmitir todos a quienes hoy le desconocen, por no haberlo vivido, a las futuras generaciones. Estemos o no en la vida pública.

Sigamos siendo todos Miguel Ángel Blanco. Creyendo en la unidad de los demócratas, la Constitución, la Libertad, la Vida y los Derechos Humanos. Esa vela, que como aquella que encendimos en mi casa, jamás debe apagarse en nuestra sociedad.