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Gerardo Muñoz

Momentos de Alicante

Gerardo Muñoz

Un día de campo (II)

La semana pasada supimos cómo el domingo 28 de septiembre de 1896, cinco alicantinos fueron de excursión al campo: Luis Mandado y Miguel Agulló, de 30 años y abogados, amigos desde la infancia; Pepe Pérez, el Cojo, de 31 años y corredor de vinos, al que defendía Luis en una causa por estafa; Rafaela Caparrós, planchadora de 33 años, en cuya casa vivía Pepe, que era su amante; y Pepita Ruiz, planchadora de 23 años, amante de Luis y huésped de Rafaela.

Anochecía mientras marchaban por la senda que llevaba a la carretera de Villafranqueza. Embriagados, Luis y Miguel cantaban y se sostenían mutuamente, con los brazos encima de los hombros, caminando lentamente, rezagándose, por lo que las mujeres y Pepe les pedían que fueran más deprisa.

¿Qué ocurrió?

En su primera declaración ante el juez, Pepe, Rafaela y Pepita dijeron que se adelantaron, dejando a Luis y Miguel detrás, y que marcharon hasta Alicante, viendo después a Luis en la puerta de la casa de Rafaela, en la calle Cisneros, donde se despidió de Pepe hasta el martes. Luego ampliaron los tres la declaración, para indicar que no oyeron ningún disparo y que se enteraron de la tragedia al día siguiente.

Durante la reconstrucción de los hechos ordenada por el juez, se llegó a la conclusión de que, al llegar a un cruce de caminos, ya de noche, Luis y Miguel se separaron de los otros tres porque decían que el trayecto era más corto por el camino de San Vicente, yendo Pepe el Cojo y las dos mujeres por el camino de Villafranqueza, apresurando el paso porque oyeron un coche, aunque no llegaron a tiempo de cogerlo. «Se hace constar que a unos 130 pasos del cruce, dirección a San Vicente, fue donde se halló el cadáver al día siguiente».

En una nueva ampliación de su declaración judicial, Pepe dijo «que va a decir la verdad: que yendo tras las mujeres, pasado el cruce y a la altura de unos pajares, vio llegar a Luis, quien le dijo que Miguel había tenido un accidente y quizá estaba muerto, añadiendo que nadie sepa una palabra porque si se sabe lo echo á usted á presidio en la causa que he de defenderle pasado-mañana». Luis lo negó durante un careo entre ambos.

En su primera declaración, Luis contó que, yendo cogido de Miguel con el brazo derecho por encima del hombro, oyeron ladridos de perros y, temiendo que los atacaran, Miguel le dijo que sacara el revólver porque su pistola no estaba cargada. Así lo hizo, con la mano derecha, y al tratar de cogerlo Miguel con la suya, por encima del hombro, tropezaron y se disparó, cayendo Miguel de bruces. Llamó a Pepe para que le ayudase a auxiliar a Miguel, pero aquél echó a correr con las mujeres hacia la carretera de Villafranqueza, siguiéndoles él. Ya en el juicio, dijo que avisó a Pepe y a las mujeres, pero que no se detuvieron porque creían que estaba bromeando.

Según La Correspondencia de Alicante, Luis y Miguel se quedaron rezagados y «cruzándose entre ellos palabras acaloradas á consecuencia de las cuales el cojo de Sella y las dos mujeres los abandonaron, regresando desde aquel punto á la capital. A las 11 y media de la noche se vió á Luis Mandado á la puerta de la casa número 10 de la calle de Cisneros departiendo amigablemente con el llamado "cojo de Sella"». Esto fue publicado el día en el que comenzó el juicio, pero para entonces los testigos ya habían cambiado otra vez sus declaraciones, adecuándolas a la versión del procesado.

Ahora Pepe el Cojo, Rafaela y Pepita decían que, aquella noche, en el cruce de caminos, pasaron cerca unos perros que corrían ladrando hacia Luis y Miguel, atraídos por sus gritos y cánticos. No oyeron disparo alguno, pero, cuando estaban cerca de unos pajares, oyeron los gritos de Luis, que avisaba a Pepe, pero éste se asustó porque Luis estaba borracho y armado, y se fue con las mujeres a Alicante (en el juicio, Pepe dijo que, al no oír ningún disparo, se tomó a broma lo que le dijo Luis, por lo que siguió tras las mujeres). A casa de Rafaela fueron más tarde Luis y su padre, preguntándoles éste por lo sucedido, pues Luis no se acordaba por la embriaguez.

Rafaela justificó ante el juez estos cambios diciendo «que si dio otras declaraciones en la Carcel fue por la mala impresión que le causó el calabozo y susto consiguiente».

Detenciones e interrogatorios

Pocas horas después de ser hallado el cadáver, el juez ordenó la detención de los cuatro excursionistas que acompañaron el día anterior al finado. El cabo Chinarro de la guardia municipal, acompañado de varios compañeros, arrestaron a todos menos a Luis, que no fue encontrado.

A las ocho de la noche del día 28, Luis llegó al juzgado en una tartana, acompañado de su padre. El juez ordenó al alguacil Segundo Latorre que lo llevase a la cárcel y que quedase incomunicado. Contó Luis en su primera declaración que la noche anterior, tras el fatal accidente, corrió desolado hasta llegar maquinalmente a su casa, donde dio cuenta a su padre de lo sucedido de una manera confusa, por lo que éste lo llevó a casa de Rafaela para que Pepe el Cojo le explicara lo que había ocurrido. El día siguiente permaneció en su casa, sin recordar apenas nada, hasta que al salir por la tarde a la calle escuchó a un vendedor de periódicos dando la noticia de la muerte de su amigo Miguel, calificándola de crimen. Entonces decidió ir al juzgado. Dijo que el revólver debió tirarlo en algún momento y en algún lugar indeterminado.

De vividor a enfermo

En sus conclusiones provisionales, el fiscal Julio Bayo pidió una pena de 12 años y un día de prisión para Luis por el delito de homicidio.

Por su parte, el abogado Manuel Senante basó la defensa de Luis en su carácter voluble, fruto de una enfermedad mental. De repente, Luis Mandado dejó de ser ese abogado joven, juerguista y mujeriego, tan conocido en Alicante por despreciar el qué dirán, para convertirse en un enfermo epiléptico, cuya lascivia y aficiones atrabiliarias eran fruto de una perturbación mental generada por unas fuertes y persistentes fiebres intermitentes que había padecido unos años atrás.

Sus padres le obligaron a consultar a varios facultativos (doctores Gadea, Albero, Escolano, Pérez), que le diagnosticaron neurastenia o debilidad nerviosa y que propusieron tratamientos que él rechazaba. De ahí que Luis actuara como un autómata tras el desgraciado accidente, privado de memoria y raciocinio por culpa de los efectos combinados de la embriaguez y su enfermedad.

Pero, aunque enfermo y ocasionalmente perturbado, Luis era un hombre pacífico, al que no le gustaban las armas, razón por la cual deseaba vender cuanto antes el revólver que le había regalado José Pérez, tal como manifestaron varios testigos. Por consiguiente, pedía que se le declarara culpable de homicidio por imprudencia temeraria, con pena de seis meses de arresto.

El juicio comenzó el 12 de noviembre de 1897 en la Audiencia. En sus declaraciones, los testigos confirmaron la versión de los hechos expuesta por el procesado. Varios médicos afirmaron que habían diagnosticado neurastenia dos o tres años atrás al procesado.

El forense Ricardo Salazar, que hizo la autopsia, dijo que «la herida pudo ser debida á un disparo casual y así lo explica la dirección de esta que es de abajo arriba». El armero José Álvarez reconoció que el revólver pudo dispararse al menor choque. El fiscal acabó modificando sus conclusiones, calificando el delito de imprudencia temeraria.

Nadie preguntó por qué, no gustándoles las armas ni a Luis ni a Miguel, éste llevaba encima una pistola y aquél había cargado su revólver. Tampoco nadie preguntó por qué el padre de Luis no informó la misma noche de autos de lo sucedido a la policía o al juzgado.

La sentencia, dada a conocer el 13 de noviembre de 1897, declaró exento de responsabilidad criminal a Luis, por lo que fue absuelto y puesto en libertad. Murió el 12 de diciembre de 1906, «después de larga y penosa enfermedad», según notició El Graduador.

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