Este parece ser el nuevo tratamiento que la Casa del Rey otorga al rey Juan Carlos I a tenor de su exclusión de la celebración del cuadragésimo aniversario de los comicios de 1977. Seguramente ya no concurre en él honor ni mérito alguno, ni siquiera el valor indiscutible de haber sido una figura clave en la Transición. Poco importa que fuera el jefe del Estado en aquel momento y rubricara el Real Decreto-ley 20/1977, de 18 de marzo, sobre Normas Electorales, y el Real Decreto 679/1977, de 15 de abril, por el que se convocaron las elecciones generales para la constitución del Congreso de los Diputados y del Senado.

Juan Carlos I brilló por su ausencia, muy a su pesar.

En Roma, se aplicaba el calificativo «emeritus» al legionario veterano, una vez cumplido su tiempo de servicio, que disfrutaba de una recompensa y percibía una pensión («emeritum»).

El profesorado emérito universitario, jubilado, mantiene los honores por sus méritos y algunas de sus anteriores funciones ya que su experiencia es valiosa para la institución.

El feliz hallazgo de la locución «rey emérito» ha quedado desvirtuado por el menosprecio hacia quien se ha dado en llamar «el primer embajador de la democracia».

Este desdén ha suscitado el interés mediático y popular, y quizá también, una renovada simpatía hacia el monarca, un atisbo de redención de los errores pasados tras las penosas circunstancias que motivaron su abdicación.

Ciertamente, la figura del rey Juan Carlos había sufrido un notable deterioro en los últimos tiempos con el consiguiente descrédito de la monarquía, pero ello no empece el reconocimiento de su aportación a la Transición. Después de cuatro décadas de aciertos y errores, nada más justo que recordar cómo hemos llegado hasta aquí y valorar positivamente a quienes lo han hecho posible.

La postergación del rey emérito ha sido una equivocación y la responsabilidad de la decisión no ha quedado determinada; inicialmente, se atribuyó al Congreso como organizador del acto; después, al protocolo real, como si las normas protocolarias fueran infusas; más tarde, al propio rey Juan Carlos y, finalmente, al jefe de la Casa Real.

No son convincentes las excusas aducidas sobre la anomalía que supone la coincidencia de ambos reyes en el Congreso porque la presidencia del acto corresponde, obviamente, a Felipe VI, en tanto que el monarca emérito podría haber seguido el acto desde la tribuna de honor, lugar que ocuparon la reina Sofía y la infanta Elena con ocasión de la proclamación del heredero. La inasistencia del rey Juan Carlos a aquel acto «para no quitar protagonismo a su hijo» no debería esgrimirse para fundamentar futuras exclusiones.

Ya es tarde para el deshacer el entuerto, no hay modo de reparar el agravio ni siquiera en una posterior conmemoración. Hurtado queda el reconocimiento.

La presencia de Juan Carlos I, lejos de hacer sombra a Felipe VI, lo habría realzado, en tanto que su ausencia ensombreció el acto. Desde la tribuna, las alusiones a la figura del monarca emérito hicieron patente el error y empequeñecieron la alocución del rey.

Nada más comprensible que haber contado con la presencia del monarca emérito para dejar constancia de la realidad, del vínculo del que se deriva la monarquía parlamentaria actual según refleja el texto constitucional. El artículo 57. 1 de la Constitución española reza así: «la Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica».

Felipe VI ha optado por personalizar en sí mismo la Jefatura del Estado, sin intromisiones, y marcar distancias con el resto de la Familia Real, especialmente con los miembros más impopulares. Todo parece indicar que ha sido un acierto. Pero la majestad también se demuestra otorgando el trato que corresponde a cada cual en los momentos cruciales sin menoscabo de la jefatura; y en el caso que nos ocupa, no se justifica la apropiación formal de la celebración de las elecciones democráticas con la exclusión como mero invitado de quien contribuyó esencialmente a ello.

Realmente, hemos asistido a una incoherencia: el rey contribuye a instaurar la monarquía parlamentaria e instituye al heredero y cuarenta años después, se ve preterido en el acto más simbólico de la conmemoración.

Si de verdad estos son nuevos tiempos y estamos, según parece, a las puertas de una reforma constitucional, urge suprimir, entre otras cosas, la prevalencia del varón sobre la mujer establecida en el citado artículo 57.1; más aún, si fuera menester, convendría revisar todo anacronismo fundamentado en la desigualdad, incompatible con la modernidad y con los valores constitucionalmente reconocidos.

Así se escribe la historia, como una sucesión incesante de pretericiones.