Los lectores que tengan la amabilidad, y la paciencia, de seguir esta modesta colaboración semanal, sabrán que su título genérico, Esperando a Godot, coincide con el de la obra maestra del teatro del absurdo, escrita por el irlandés Samuel Beckett.

Hoy me gustaría introducir otra obra del genial escritor, Fin de partida, que salió a la luz en 1958 y consolidó a Beckett como uno de los dramaturgos más influyentes del siglo XX.

Fin de partida es una extraña y cruel obra de teatro, ejemplo de un notable minimalismo en cuanto a puesta en escena, pero cargada de un sutilísimo humor negro. En la época en que fue escrita, no mucho después de la Segunda Guerra Mundial, las visiones apocalípticas del futuro estaban de moda y los lectores mostraban una gran preocupación por encontrar sentido a la vida en un mundo plagado de sufrimiento.

La obra introduce un concepto que también sería el tema central de novelas como 1984, de George Orwell, o La Carretera, de Cormac McCarthy: «la distopía». Una distopía es lo contrario de una utopía y consiste en una representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana.

Una sociedad distópica se caracteriza por utilizar la propaganda para controlar a los ciudadanos, y a la sociedad en su conjunto, restringiendo la información, el pensamiento autónomo y la libertad individual. En esa sociedad la figura del líder es idolatrada y controla todo de manera férrea; la mejor forma para lograrlo consiste, desde luego, en minar las expectativas de las personas, fomentando un falso igualitarismo y un miedo al mundo exterior que, con el tiempo, se convierte en odio.

Esta misma semana, el pasado martes, en el Teatro Nacional de Barcelona se representó también una comedia del absurdo que nos plantea un futuro no menos apocalíptico que Fin de partida, 1984 o La Carretera. Allí, ante un público entregado a la causa, al más puro estilo de los regímenes totalitarios, se escenificó la presentación de un proyecto de ley de referéndum, preparado en secreto, cuya finalidad última es soslayar la legalidad vigente.

Lo que está ocurriendo en Cataluña es una mímesis de las descripciones literarias de las sociedades distópicas. El líder no admite discusión, y si alguien se atreve a hacerlo, como osó el conseller Baiget al decir que «quizás no habrá referéndum en Cataluña», es defenestrado en el acto. La propaganda, ejercida desde los medios públicos es asfixiante y, además, se presiona a los medios privados, amenazándoles con retirarles los ingresos por publicidad institucional. El odio al mundo exterior también es patente y se plasma en las soflamas contra España que, según su credo, es la causa y raíz de todos los males.

En cualquier caso, no debemos caer en el error de pensar que lo que está ocurriendo en Cataluña es culpa sólo de Pujol, de Mas o de Puigdemont. No, el problema es mucho más complejo y proviene de una situación en el ámbito político, social y económico, que se arrastra desde hace muchos años. En el ámbito político por el poder que han ejercido los partidos nacionalistas al ser bisagras tanto del PSOE como del PP. En el social porque se ha permitido educar a los jóvenes en una aversión hacia lo ajeno, en vez de en una confluencia hacia lo común. En el económico porque no se ha resuelto de una forma adecuada el asunto de la financiación autonómica, con regiones que perciben mucho más de lo que les debe corresponder, como el País Vasco y Navarra, frente a otras que son claramente deficitarias, como dice ser Cataluña y ciertamente lo es la Comunidad Valenciana.

Siendo cierto que la Comunidad Valenciana está financiada por debajo de lo que le corresponde en función de su población, lo que esperamos de nuestros dirigentes, sean del signo que sean, es firmeza y responsabilidad. Firmeza para reclamar que se subsane este estado de cosas y responsabilidad para dedicar los escasos recursos con los que contamos a las cuestiones más perentorias. Resulta difícil echar la culpa a «Madrid» de nuestros males y querer reabrir una televisión pública, por ejemplo. A lo mejor, hubiera sido más inteligente pactar los Presupuestos Generales del Estado, como los vascos y los canarios, pero Compromís atendió más a sus razones ideológicas que a otras de índole pragmática.

De lo que no cabe duda es que Elche, como gran ciudad no capital de provincia que es, sufre una discriminación en cascada. València afirma recibir migajas de Madrid, Alicante ha de vivir de lo que le sobre a València y a Elche lo que llega es el reparto de la miseria. Que lleguemos a conquistar la utopía de una solución óptima a este problema dependerá de la existencia de un Gobierno municipal que vele por los intereses de la ciudad y no por los del partido al que representa. Entretanto, seguiremos instalados en la distopía.