Contaba Ortega que el rey Felipe III mereció del entonces embajador italiano el siguiente comentario: «Su majestad gusta de vivir con pocos pensamientos». Es posible que ese gusto esté mucho más extendido de lo que estaríamos dispuestos a admitir, aunque en el fondo lo promovamos casi como una medida de salud mental.

De hecho, entre nosotros estar pensativo es casi un sinónimo de estar entristecido, apenado o cabizbajo, cuando no abstraído y en las nubes donde Arsitófanes puso al meditabundo Sócrates. Hace tiempo que en nuestros colegios hizo fortuna una expresión que es significativa al respecto: el «rincón de pensar» al que son confinados quienes tienen algo que corregir y que asimila el pensamiento con el castigo de no hacer nada y tener que padecerlo. Así que tomarse del todo en serio que alguien esté pensando resulta una petulancia, similar a la de quien se tiene a sí mismo por un «pensador».

De ahí el desconcierto que producía entre sus conocidos la esposa de un catedrático que respondía a quienes llamaban a su casa que su marido no se podía poner porque estaba pensando. El pensamiento parece, pues, una actividad de dudosa consistencia en la que nadie está del todo justificado. Pensar es algo que parece siempre al borde de hacerse en demasía.

Y es que vivimos un tiempo que -como aquel indolente rey español- no tiene ningún aprecio por las ideas. Basta con ver las parrillas televisivas, las listas de libros más vendidos, pero todavía más decisiva y penosamente, basta con observar las conversaciones, las ideas que se esgrimen en los debates públicos y los discursos políticos. Entre nosotros son tan escasos los creyentes a los que les interesa la teología como los ateos a los que les interesan los pensadores del ateísmo, o los liberales y socialistas que han hecho lo propio con el liberalismo y el socialismo. Y de ahí que nuestras discusiones pocas veces pasen de ser agresiones estereotipadas. Seguramente hay que concluir, pues, que también nosotros gustamos de vivir con pocos pensamientos.

Parece como si pensar fuera una actividad con muchos inconvenientes, casi todos ellos aludidos en la frecuente recomendación de «no pensar tanto» con la que nos dirigimos a quienes necesitan ponerse a salvo de sus propias cavilaciones. Frente a tales excesos se entiende que la disposición optimista y resuelta de andar con pocos pero justificados pensamientos se proponga como un bálsamo de salud y felicidad.

Sin embargo, ese bajo aprecio por el hábito de pensar tiene consecuencias sociales inmediatas. Por ejemplo, salta a la vista que somos poco capaces de ponernos en cabeza ajena y entender sus modos de razonar y los motivos de sus posiciones. Para intentar comprender al otro es necesario ser capaz de separarse de las propias ideas, es decir, de distinguirlas de la propia piel con la que se confunden cuando se piensa poco.

No se trata de suspender lo que se cree o se piensa, sino de hacerse capaz de adentrarse en los modos de pensar distintos al propio. Jhon Stuart Mill aseguraba que «quién conoce solo su propia parte del caso conoce muy poco de él», y en realidad desconoce casi que su parte sea la propia y que quepan otras con sus razones y motivos, no siempre tan denostables como nos parecían antes de entenderlos mejor.

No ser capaz de considerar más ideas que las propias es como tener un solo ojo y perder todo sentido de la profundidad, pero no solo de la exterior sino de la que nos informa de nuestra propia vida y forma de ser: pensar poco y con pocas ideas es tanto como reducirlas a instrumentos para perseguir nuestros intereses y, por tanto, resultar un ser poco sociable y capaz de convivir con los demás, salvo con aquellos que nos faciliten nuestras pretensiones.

Es tan imposible pensar gritando como pensar poco y que nuestras ideas no sean los prejuicios dominantes en el contexto en el que nos desenvolvemos. Esa escasez de pensamiento funda sociedades uniformes, gregarias, gritonas pero gobernables mediante un poder convertido en administración de satisfacciones. Es evidente que las personas y las instituciones que se hayan dejado llevar por la pasión de dominar a los demás, los prefieren con pocas ideas y sin la funesta manía de reflexionar. Pensar poco es signo y causa de poca libertad.

Además tener pocas ideas es mucho más peligroso para los demás y para uno mismo que no tener ninguna. Cuando nos encontramos con personas con una sola idea dominante sabemos que estamos ante sujetos unidimensionales e incapaces de considerar la realidad en toda su amplitud y complejidad. Llevados de su obsesión monocular arrollarán con todo en la dirección única que les señala su fanatizada falta de ideas matizadas entre sí.

Por el contrario, pensar es encontrar conexiones, descubrir relaciones y dependencias insospechadas que obligan a multiplicar los puntos de vista. Complejo -del latín, «complexus»-, no es lo intrincado sino lo tejido de una sola vez, con una sencillez tan difícil como la de llegar a conocer la relación que hay entre lo aparentemente disperso y desconectado. Esa clase de relaciones en las que se hacen visibles tanto las semejanzas como las diferencias son la operación propia de la inteligencia. Distinguir y relacionar, o, como decían los clásicos medievales: conocer la dependencia de cada cosa respecto las demás.

Pero pensar no es solo saber más y conocer mejor la realidad, sino que el hombre para vivir su vida humanamente necesita saberla, es decir, pensar hace posible vivir más intensa y cumplidamente la propia vida. Por eso se ha podido afirmar que pensar es agradecer: celebrar que nos sea dado penetrar comprensivamente la realidad adentrándose en ella hasta entenderla, al menos en cierta medida. Así que no es el pensamiento lo que merece desconfianza, sino quienes hacen de esa desconfianza una posición vital: son peligrosos para sí mismos y para los demás.

Se hace, pues, verosímil la historia que cuenta que Felipe II vaticinó de su abúlico hijo, el primero en delegar su responsabilidad en un valido: «me temo que le han de gobernar». Ese es, en efecto, el destino de todos los que dimiten del ejercicio de pensar.