Hace apenas unos días en una conocida emisora de radio, una colaboradora desgranaba en un breve monologo las evidencias sobre la irreversible ruina del «régimen del 78»: la corrupción que no es de uno u otro sino del sistema en su conjunto, la crisis de representatividad «efectiva» en las instituciones, la rendición a los mercados y la globalización financiera, la inoperancia de la jefatura del Estado y el descrédito moral de su entorno, la insostenibilidad moral de las concesiones hechas durante la transición por las fuerzas progresistas, el secuestro de lo político a manos de un bipartidismo ajeno a «la calle», la infame hipoteca constitucional sobre el techo de gasto y el déficit, el insoportable aumento de la desigualdad y la pobreza, y el saqueo de lo público que quiere liquidar el estado del bienestar.

Dicho todo lo cual, la autora se ofrecía resueltamente a servir de blanco para toda clase de descalificaciones, seguramente procedentes de quienes se niegan a ver la realidad, o, todavía peor, viéndola la encubren por razones más o menos inconfesables. Sin embargo, tal vez contra lo que preferiría la autora, el más obvio de los reproches que merecía era lo innecesario que resultaba conocer su nombre propio, porque en todo lo dicho no había tan siquiera un giro expresivo que no fuera ya un tópico en el discurso al uso con pretensiones políticas más rompedoras. No obstante, hay que suponer que ese anonimato masificado no molesta a quienes prefieren proclamar lo que dicen como el sentir de «la gente» a la que dan voz, aunque se parezca tanto a los argumentarios precocinados de los partidos del sistema.

Durante esos mismos días, las crónicas televisivas de unos incidentes protagonizados por grupos de «activistas urbanos», dejó ver la consigna con la que justificaban sus altercados en la vía pública: «quien siembra miseria, cosecha rabia». Hay que suponer, pues, que los afectados por dichos activistas deberían descubrirse como los verdaderos causantes y culpables de la indignación que les agredía. En realidad, en aquel escenario no habría nadie inocente salvo los alborotadores, porque o bien se es causa culpable de su miseria, o bien se es indiferente y por tanto cómplice, cuando no mero sicario del sistema, como es el caso de las fuerzas del orden y de los periodistas que informan sin desvelar que esa rabia surge de una miseria que nos inculpa a todos.

Todo lo cual formaría parte de esta nueva circunstancia histórica y política que el «régimen del 78» no sabría ni podría gestionar. Y en la misma dirección -imposible de acoger en los estrechos márgenes actuales de la Constitución- se encaminan las reivindicaciones sobre el derecho a decidir, minoritarias en todas las comunidades históricas menos en Cataluña. Tanto la nueva política como los independentismos coinciden en desbordar el actual marco legal y en reivindicar una superación política de los pactos constitucionales, cuya sola inmovilidad resulta -a su juicio- ser una legitimación para su ruptura.

Si hacemos caso de cómo se ven a sí mismos unos y otros, se trataría de un nuevo radicalismo democrático, más genuino que ningún otro, afín con los nuevos entornos sociales e informacionales que abren las redes, y acunados en las nuevas burguesías empobrecidas pero ilustradas y urbanas que componen las emergentes mayorías sociales transversales, esto es, «la gente».

Ciertamente, es obvio que el paisaje político y social donde se concibió la Constitución se ha transformado decisivamente y en muchas direcciones. Pero es posible que la más crucial de esas transformaciones sea precisamente la que hace hoy imposible su reforma: el grave debilitamiento de la disposición a lograr acuerdos haciendo cesiones dolorosas y mutuas. Este nuevo radicalismo democrático está dispuesto a alterar sustancialmente las condiciones de la convivencia si consigue la mitad más uno de los votos en cuestión, o tal vez incluso la mitad menos algunos, como ocurre en Cataluña. Así que seguramente es cierto que el régimen del 78 está siendo desbordado, pero no tanto por nuevas circunstancias históricas como por la reaparición de los viejos y castizos hábitos políticos españoles: la intransigencia sectaria y la justificación política de la rabia, con la consiguiente falta de moderación dispuesta a hacer habitable el país para quienes piensan de otro modo.

Las naciones nunca dejan de parecerse del todo a sí mismas, y, desde luego, al respecto no hay duda de que España lo es. De ahí que la actualidad española sea una reposición de los hábitos y tendencias que cruzan buena parte de nuestra infortunada historia política moderna y contemporánea. Nada tan castizamente español como los pronunciamientos contra la legalidad vigente y a marcha martillo, aunque ahora sus autores sean los independentismos caldeados en la crisis y las redes. Nada tan castiza y tristemente español como una izquierda arrepentida de su moderación y concesiones para lograr la convivencia pacífica y la viabilidad de un estado moderno y democrático. Nada tan castiza y tristemente español como una derecha encastillada en rigorismos artríticos sin la determinación necesaria para formular nuevas soluciones capaces de acoger a los descartados.

El régimen surgido del 78 está en crisis, ciertamente, pero no tanto por los nuevos escenarios y fenómenos sociales de principios del nuevo milenio, sino porque los españoles hemos vuelto a las andadas, poniéndonos a la altura más habitual entre nosotros, la más baja entre las disponibles. La crisis del régimen del 78 son los que proclaman su crisis: los que apenas éramos niños y los que no habían nacido en el 78 pero nos hemos hecho tan genuinamente demócratas que nos parecemos más a nuestros abuelos, los del 36.

En el 78, cuando los españoles dejamos de reconocernos en nuestras peores pasiones y estuvimos a nuestra mejor altura, fue precisamente cuando se establecieron unas débiles complicidades ratificadas con renuncias mutuas para hacer posible la vida en nuestro país. Ortega aseguraba que la guerra la empujan las pasiones, mientras que la convivencia la soportan las virtudes, y que la política debe poder transformar lo potencialmente destructivo en mutua y pacífica construcción. Eso fue lo que lograron aceptablemente bien hace cuarenta años.