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Montes ¿qué?

Montesquieu. Fue un filósofo de la Ilustración francesa que vivió entre el siglo XVII y el XVIII y que trató de la división de poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, necesaria, según él, para evitar que el sistema fuese autocrático. Es una teoría o, mejor, un bello ideal que la realidad se encarga de rebajar y dejarlo en su justa medida bienintencionada. De hecho, corre la leyenda de que Alfonso Guerra declaró «Montesquieu ha muerto» ya en 2008. Si no muerto, por lo menos herido de muerte.

El primer elemento, y no reciente, de la rebaja se encuentra en un proverbio napolitano que dice que O cummanna' è meglio d' 'o fottere que me excuso de traducir y lo dejo en lo que suele decirse sobre la erótica del poder. El Eros no es, precisamente, el mejor consejero para cumplir bellos ideales. Somos, sí, animales racionales, pero la primera de esas palabras que nos define no es precisamente la de la racionalidad: la pasión nos ciega y la pasión política nos ciega absolutamente, y más si hay dinero de por medio sea para financiar los costosos partidos políticos sea para mejorar las condiciones de vida de los abnegados servidores de la Patria.

El segundo elemento de rebaja del ideal de separación de poderes viene de los sistemas políticos disponibles. El que predomina en Europa es el sistema parlamentario: se vota para ver quién ocupa el Parlamento, y el que obtenga la mayoría ahí, será el que ocupe la presidencia. Es decir que el mismo partido, generalmente la misma persona (el PNV es algo especial a este respecto), dirige al grupo mayoritario en el legislativo y ostenta el poder ejecutivo. Recuérdese el «rodillo socialista» (1982-1989), el «aznarismo» (2000-2004) y el «independentismo» de Puigdemont (2016- ) que son casos extremos en los que las mayorías absolutas dan poder absoluto al ejecutivo que controla al legislativo.

Obsérvese que lo que otorga el poder ejecutivo no es la mayoría de votos obtenidos, sino la mayoría de escaños logrados gracias a sistemas electorales que difícilmente consiguen reflejar la composición real de la ciudadanía. El caso catalán es el más claro. Es obvio que no hay una regla electoral perfecta que produzca una fotografía exacta de las preferencias ciudadanas. Lo que importa es cuántos escaños se obtienen y, así, se puede hablar en «nombre de Cataluña» porque se tiene el rodillo en el Parlamento catalán, no porque se tenga detrás a la mayoría de «los que viven y trabajan en Cataluña» y, claro, están censados allí.

Después está el sistema presidencial: en votaciones diferentes, se elige un parlamento y se vota por un presidente. Ahí sí que hay diferencia entre ejecutivo y legislativo, como bien supo Allende en Chile y está sabiendo PPK en el Perú enfrentado a los fujimoristas. Los franceses tienen su propio sistema semipresidencial, aunque no hace al caso ahora. Pero sí conviene recordar que también aquí el ejecutivo no tiene necesariamente que reflejar a la mayoría de los electores. El caso más reciente ha sido el de la victoria en votos de Clinton, pero el logro de la presidencia por parte del perdedor en votos, Trump.

Pero, ¿y el poder judicial? Sobre este asunto se suele pasar de puntillas y es el que más se tendría que hacer notar visto lo visto. Un caso reciente ha sido el del conservador Gorsuch para cuyo nombramiento a la Corte Suprema de los Estados Unidos los republicanos del Congreso tuvieron que recurrir a una peculiar «opción nuclear» para conseguir que dicha Corte tuviera la mayoría de puestos ocupados por afines a las tesis de los conservadores republicanos, es decir, para «controlar» al judicial. No es cosa lejana: si algo ha mostrado (no sé si demostrado) la Operación Leza es la posible relación entre el ejecutivo (o su partido) y el legislativo con frases curiosas que parecen indicar no solo afinidades (cosa que podría tener algún sentido) sino dependencia, que echa por tierra la separación de poderes si el judicial está infiltrado por el legislativo y el ejecutivo. Quién nombra a quién para qué y si, después, se nota mucho, son preguntas nada irrelevantes.

Los barómetros del CIS son machacones: los españoles dicen estar preocupados, en órdenes cambiantes, por el paro, la corrupción y el fraude (vaya mezcla), los problemas de índole económica (vaya usted a saber qué es eso) y problemas «políticos en general, los partidos políticos y la política» (otro tutti-frutti curioso). Seguro que no están preocupados por la separación de poderes. Así nos va.

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