Para quien no lo conozca, alguno habrá, Wajdi Mouawad es un libanés a punto de convertirse en cincuentón que, con ocho añitos, vio desde lo alto de una casa incendiarse en Beirut un autobús repleto de refugiados palestinos, ametrallado a manos de las milicias cristianas. Esa salvajada forma parte de Incendios -el Principal se estremeció-, considerada una de las obras cumbres contemporáneas, dentro de la tetralogía con la que el autor intenta sacarse todo lo que arrastra. Él, que según reconoce fue educado para odiar a musulmanes, chiítas, sunitas, drusos, palestinos, judíos e israelíes, es a día de hoy Caballero de las Artes y las Letras y Oficial de la Orden de Canadá, donde ha desarrollado la mayor parte de la tarea creativa y de reconstrucción dado que el exilio lo partió y lo salvó a la vez.

Los que alguna vez hayan puesto en duda que el texto o el guión es lo primordial para que una historia carbure, que se cojan por banda esta representación y verán. Lo que hace el montaje de Mario Gas es realzar con enorme tino el contenido y sobre todo el desenlace de tres horas que se beben. El trabajo coral del elenco encajando las piezas del rompecabezas sobrecogedor -trágico es suave- cuadra como debe un paisaje aterrador. El trastorno que supone llevarse esos personajes a casa aboca a la conclusión de que el esfuerzo, en este caso, de Nuria Espert, Ramón Barea, Laia Marull, Álex García... para hacer llegar un mensaje de semejante dimensión resulta impagable, lo que secundaría Montoro sarcásticamente acompañado esa risita suya de solaz regocijo, pelín siniestra también.

Un aldabonazo del calibre de Incendios habría que llevarlo a centros educativos y ofrecérselo a mandamases, suministradores de armamento, jerarquías religiosas, predicadores, a los que tragan sin rechistar, a los que se dicen apolíticos. A todos les convendría enfrentarse a un texto devastador sobre las marcas que deja de la guerra, ahora que señales con tanto loco suelto aventuran que lo peor está por llegar.