En los momentos más duros de la crisis, y aún ahora, hemos confiado en el emprendimiento como una de las vías básicas para acceder al empleo y desarrollar una carrera profesional sólida, en una idealización que parecía hacerlo invulnerable a las inclemencias del entorno.

Y aprovechando el que sin duda es el elemento disruptivo más importante en este tiempo, la tecnología, hemos centrado la atención en el desarrollo de aplicaciones móviles y sobre las redes sociales como la nueva piedra filosofal sobre la que construir nuestros sueños.

Es verdad, cuando uno es joven de espíritu tiene que mirar al cielo; no hay objetivos imposibles si uno sabe, quiere y puede hacer las cosas. Pero a la vez que tenemos la vista puesta en el horizonte, en el cielo, debemos pisar el suelo.

Tenemos experiencias recientes magníficas de éxitos de aplicaciones que se han consolidado como empresas sólidas en el ámbito internacional, algunas muy próximas. Y otras que han aparecido, eclosionado y desaparecido en un plazo muy breve de tiempo. La infatigable caza de los Pokémon puede ser un buen ejemplo de esta segunda opción.

Pero aquellas apps que han conseguido transformarse en modelos de empresas independientes de éxito son pocas y, además, deben su éxito mucho más que al desarrollo informático -con ser, sin duda, importante- a la integración en el modelo de otras competencias y capacidades que coordinadas con las aportadas por otras empresas, han conseguido un producto, un servicio, un concepto innovador que ha dado respuestas mejores a necesidades y expectativas en algunos casos inconscientes de las personas.

No son, pues, dos emprendedores los que han conseguido revolucionar el mundo, por más que la literatura épica actual se empeñe en mostrarnos ejemplos paradigmáticos de emprendedores que sin recursos y desde un garaje han conseguido en muy poco tiempo construir una multinacional.

El emprendedurismo, con ser, insisto, muy importante, no es la panacea que resolverá el problema del empleo y que conseguirá que este país deje atrás definitivamente la crisis.

No es, en mi opinión, el emprendedurismo independiente, pero sí el concepto asociado a creatividad con recursos, a investigación, a innovación, a anticipación al cambio en las empresas. Me refiero a la necesidad de potenciar dentro de la compañía la figura del intraemprendedor, persona o equipo de personas capaz de generar iniciativas que mejoren los procesos, los productos o el servicio al cliente de la compañía, no solo atendiendo a sus necesidades actuales sino anticipando la solución a las futuras que empiezan a mostrarse.

Personas creativas, audaces, comprometidas, preparadas, con pasión por lo que hacen y con el apoyo sin fisuras de una compañía que apuesta por su capacidad para instalar la mejora continua que exige el mundo actual, y sobre la que sí es posible crear empresas con el tamaño adecuado y que crecen de manera sostenible, que apoyan la creación de empleo y el desarrollo armónico de una sociedad que necesita de esos equipos de innovación mucho más que de las ideas geniales repentinas -que, por supuesto, son siempre bienvenidas- cuyo recorrido es más incierto, necesita más recursos y habitualmente cooperación externa poco accesible y, en consecuencia, mucho más largo como garante del estado de bienestar con el que estamos todos comprometidos.

Ahí sí, en el compromiso con sus intraemprendedores es donde las empresas se juegan su futuro y la sociedad su desarrollo sostenido. Y no estoy seguro de que nos demos cuenta.